jueves, 28 de julio de 2016

Capítulo 9





A las diez de la noche del viernes cuando Hugh Montalvo giró la cabeza y miró hacia el enorme roble lo había hecho por ese olor que despedía el miedo de quien estuviera escondido allí. Era un olor apenas leve, pero allí estaba. Miró hacia el roble y no vio nada con los ojos, pero presentía algo ¿O era su imaginación?
Olió un poco más, pero la lluvia, con su intensidad se llevaba, o traía cualquier olor de cualquier lado. Decidió, entonces, continuar. Seguir hacia adelante. Esos niños debían ir corriendo, como alma que lleva el diablo, delante. Y si seguía deteniéndose no les daría alcance.
Entonces, se puso en marcha.
La tormenta se mantenía en su ritmo frenético, como una llave dejada abierta que derrama miles y miles de litros de líquido transparente, frío, en finas líneas que caen desde el cielo. Pero en la conciencia de Hugh aquellas sensaciones estaban más allá de sus sentidos normales, en otras palabras, no experimentaba ninguna sensación sobre la piel. Sus ojos, su olfato y hasta su gusto parecían haber aumentado el límite de las percepciones. Pero nada más.
Así, pues, avanzó por entre los troncos y ramas de aquellos vigilantes del bosque, sin percatarse casi de que allí los robles, pinos y encinos habían desaparecido convirtiéndose en otros tipos más espigados y de troncos lisos. Pero tampoco esto le interesó a quien hacía tan poco había sido Hugh Montalvo, eminente doctor en medicina general. Las hojas de aquellos nuevos árboles eran más anchas que las del encino, y por supuesto la de los pinos. Y parecían recibir el agua de lluvia con mayor fortaleza.
En algún momento, a sus oídos, le pareció llegar un fino grito. Pero no se detuvo.
Los pinos, dejaban filtrar, los robles doblaban la base de sus hojas, y los encinos por ser tan finas se doblaban aún con mayor facilidad, pero aquellos árboles nuevos tenían hojas que no se doblaban, parecían hechos de plástico de un material más fuerte que el orgánico del cual estaban hechos los demás. El agua, entonces, rebotaba sobre la superficie de sus hojas y caían en finas gotas desmenuzadas hacia el suelo. Como en un festín de ritmo y esparcimiento. El suelo, completamente liso debido a la consistencia de la tierra, dejaba resbalar el agua sobre él como si no quisiera tomarse el benéfico líquido, sino deshacerse de él.
En medio de aquellos extraños árboles y bajo la pertinaz lluvia, colocando con firmeza los pies, Hugh Montalvo continuó su búsqueda sin enterarse de casi nada de lo que sucedía alrededor. Extrañamente, por allí, los árboles abrían un sendero de un metro de ancho que cómo una especie de pasillo simétrico, perdiéndose en las alturas, parecía estar engulléndose al hombre.
Hugh Montalvo, o lo que quedaba de él, caminó durante varios minutos antes de llegar a un declive descendente, sin detenerse a meditar, una función que ya no controlaba, comenzó a bajar. Allí los árboles, aunque siendo de la misma consistencia que los dejados pasos atrás, parecían haberse dispersado por entre las piedras que aparecían aquí y allá.
El declive se convirtió en un sendero de unos treinta centímetros de ancho que bajaba por entre piedras que a la luz de los relámpagos parecían negras y lisas. El hombre enajenado bajaba con paso firme mientras el hacha, un objeto insensible a todos los cambios de la naturaleza, colgaba de su mano derecha tomado por la mitad del mango.
Su mente, lejos de cualquier realidad razonable, bullía en miles de pensamientos, como entre una nube de formas que buscaban ser objetos físicos conocidos. Pero ninguno de esos objetos, tales como baterías, camisas, árboles, automóviles… llegaba a convertirse en un verdadero objeto conocido. De repente, lo que debería ser un automóvil se volvía una carreta tirada por caballos, o lo que debía ser un árbol, por una rama con dedos retorcidos. Allí, en su cabeza, ya no había pasado, presente, ni futuro. Era un simple vehículo de algo indefinible. Y aunque aún, el cerebro, dirigía las funciones corporales como el movimiento de los músculos, no tenía conciencia de nada.
Visto desde el cielo, el bosque por donde avanzaba el cuerpo de aquel hombre, era una tupida red de vegetación, cuyo sendero parecía un río descendiendo hacia el mar. Un río parecido a una serpiente en movimiento que descendía y descendía hacia un pequeño valle donde desaparecía y tomaba una carretera olvidada por el tiempo y donde casitas diminutas parecían cajitas de fósforos y todas parecían convergerá hacia una caja de color blanco que se alzaba justo en el centro.
Hugh, después de descender unos cuantos metros más sobre aquel diminuto sendero, distinguió, gracias a la luz parpadeante de los relámpagos que llegaba hasta una especie de explanada diminuta abierta a su izquierda del sendero. Cubrió el espacio que lo separaba de ella con rapidez. Una especie de magnetismo invisible lo atraía hacia allí. Y en su apresuramiento, a punto de caer, al tropezarse con una diminuta piedra, se vio obligado a bajar la velocidad.
Llegó ante la explanada y se giró para ver lo que ocultaba aquel lugar.
Una casa, cabaña, o edificio, ante la escasa luz de la oscuridad, desvencijada yacía allí como un viejo animal en reposo. Y es que eso parecía, un viejo animal mitológico que dobladas las extremidades, cansando, respirara con dificultad y dormitara.
Se trataba de una casa hecha de madera, una madera que en sus primeros tiempos debió ser como toda la madera nueva, blanca, rosada o verde, pero ahora era totalmente negra. Como si el paso del tiempo y la constante exposición al humo la hubiera vestido de esa forma. Era antigua y por su inclinación, leve hacia la derecha, parecía a punto de caer debido al peso de su tejado que en efecto eran tejas de barro también teñidas de negro por el paso de los elementos y el tiempo.
Las paredes de aquella vivienda eran de madera. No tablas finamente cortadas sino pedazos de madera cortada rústicamente como si el fin inicial hubiera sido el fogón y no una pared. Además, dichos trozos de madera estaban de manera vertical como soldados vigilando y entre ellos se abrían ranuras como persianas que dejaban pasar, si es que así era, la luz o los sonidos a través de ellos. Sobre aquella superficie rugosa se abría un marco donde una puerta, ésta si de tablas, colgaba de viejas y oxidadas bisagras.
En el lugar donde siempre van los pasadores, o los candados de las puertas, había una aldaba más vieja que las mismas bisagras y parecía a punto de desintegrarse de tanto moho. Bajo el alero que formaba el deteriorado techo de tejas la lluvia había formado una especie de zanja por donde corría la lluvia convertida en diminuto río. Allí había una especie de protección contra el líquido de unos dos metros de ancho. Además, apoyadas en las paredes de maderas oscuras, había un par de tocones que en su tiempo debieron ser inmensos árboles, pero que ahora servían de sillas.
El hombre, después de, ayudado por los relámpagos, haber hecho tales observaciones, avanzó hacia aquella tétrica edificación. Se puso bajo el alero rápidamente y casi estuvo a punto de chocar la cabeza contra un par de tejas que sobresalían, a punto de caerse, del bajo techo.
Apenas se hubo puesto a resguardo del agua, empezó a aspirar aquel olor a fiera encerrada que tan tenuemente había percibido horas atrás al entrar a la casa de campo. Allí el olor no era suave, al contrario, parecía que era la atmósfera natural del sitio.
El hombre no se había metido debajo del alero de aquella casa con la intención de protegerse de la lluvia, no. Era la fuerza magnética que el sitio parecía poseer sobre su psiquis enferma. Era un lugar al cual le pareció haber acudido en sueños, o en otra vida. Pero familiar. Esa era la sensación.
Allí, de pie frente a la vieja puerta y bajo el inclinado alero de tejas, aspiró con fuerza el fétido olor. Porque de eso se trataba de un olor mezcla de fiera encerrada, desaseo y cubil. Un olor a sudor agrio, piel sucia y vejez.
Sin temor, porque él ya estaba muy lejos de sentir esos impulsos primarios, dio tres pasos hacia la puerta y tomó la vieja aldaba. Una aldaba que no era más que un aro de hierro convertido en moho gracias al paso del tiempo y el embate de los elementos. Tiró de ella y la puerta se abrió.

***
Lowell estuvo a punto de emitir un grito cuando vio a quien había sido su padre hasta hacia unos minutos antes, voltear la cara hacia donde estaba oculto, temblando de miedo y a punto de un coma, junto a su hermana. Pero lo controló con toda su voluntad que cuando quería la tenía. Cerró la boca, entonces, sintiendo como los dientes se oprimían los unos contra los otros y la lengua, al fondo de su boca parecía ahogarse.
Fayre, sintió que las piernas se le doblaban como si estuvieran hechas de mantequilla derretida y caía acurrucada siempre aferrada con ambas manos, al grueso tronco del roble. Emitió un débil quejido y los ojos, de por sí empapados de agua, se le llenaron de lágrimas. Eran lágrimas de miedo, dolor e impotencia.
Si su padre, o lo que sea que era ahora, los había visto, podían darse por muertos.
Esperaron, ambos, con el corazón latiendo a mil por minuto y congelados por el terror.
Pero los segundos que les parecieron avanzar a tan enorme velocidad pasaron y nada ocurría.
No se atrevieron a moverse, agachada ella y de pie él, aún tomados de la mano y tan juntos que hasta podían sentir el temblor de cada quien. Permanecieron allí, detrás del roble sin querer asomarse, durante cortos minutos. Y cuando el miedo, la consideración y la espera parecieron advertirles que nada iba a pasar fue la niña quien, despacio y limpiándose las lágrimas que le quemaban los ojos, se asomó.
Esperó a que un relámpago volviera a iluminar el sitio exacto donde habían visto detenerse a su padre y comprobó, con cierto gramo de alivio, que allí no había ya nadie. Pero no podía confiarse, así que despacio, tan despacio que pudo escuchar cómo le tronaban los huesos de las rodillas al moverse, se puso en pie. Al hacerlo, sintió, con profundo horror que algo le estaba agarrando el pie.
Cerró los ojos y no pudo evitar emitir un grito de horror. Fue un grito muy agudo y breve. Su hermano, lo pudo sentir en sus manos, le apretó con fuerza quizás esperando también lo peor. Pero no ocurrió nada más.
Despacio, abrió los ojos y miró hacia abajo. Una rama vieja encino se había enredado en su pijama justo en el tobillo. Soltó el aire contenido y trató de reír por su estupidez. Pero era una sensación extraña y se limitó a desenredarse de la rama.
Volvió a asomarse. Nada. Allí no había nada.
Pero no podía confiarse. Siempre, en las películas, y de esas junto a su madre había visto un montón—le dolió algo en el pecho al recordar el rostro hermoso de su madre—, siempre los malos se escondían y cuando el bueno se confiaba lo atrapaban. Decidió, entonces, no moverse durante otro rato.
Un rato que fue de aproximadamente veinte minutos. Después, halando de su hermano, salieron de detrás del árbol protector. Estaban temblando, pero aún no había tiempo para echarse a descansar o de siquiera pensar en sentarse a darse calor.
—¿Qué hacemos? –preguntó con voz trémula Lowell dejándose llevar por su hermana.
No respondió. No tenía idea.
Pero la verdad era que algo tenían que hacer si querían sobrevivir. Miró hacia el cielo todo estaba tan oscuro y mojado. Parecían un par de trapos nadando en el agua.
Se detuvieron justo en el lugar donde había estado su padre y miraron hacia el camino del fondo. Allí la tierra seguía siendo demasiado lisa para sus pies descalzos. Tenían que regresar por donde habían llegado hasta allí. Seguramente, si Dios era bueno y cuidaba de ellos, su padre se habría marchado por aquel sendero de tierra roja.
Sin pensarlo y sabiendo que tenían que mantenerse en movimiento y lejos de aquellos lugares, oprimió con más fuerzas la mano de su hermano y comenzó a caminar en sentido contrario a aquel sendero. Buscando el mismo camino por donde habían llegado hasta allí.
Se metieron entre los arboles buscando el regreso a la casa de campo y la lluvia no tuvo más misericordia con ellos. Como en millones de bandadas las gotas del cielo y de los arboles les caían con furia lastimando sus frágiles carnes.
En un rincón de la mente de Fayre se despertó aquel sueño donde ella huía a través de ramas y lluvia y le lanzó a la cara esa sensación de algo ya vivido. Si la vida fuera justa, pensó en su mente infantil, aquello se lo hubiera dicho con antelación para evitarlo. Si hubiera sabido que aquel sueño era una especie de profecía, hubiera pataleado, llorado, aferrado al asiento del pickup para evitar que sus padres posaron un solo pie en aquella casa que, desde ahora, si sobrevivía, sería el signo del horror más grande.
Avanzaron, entonces, empapados hasta los huesos, y en medio de árboles con ramas bajas que les aruñaban el cuerpo, y una noche tan cerrada que parecía un manto fúnebre sobre sus pequeñas almas.
Durante más de diez minutos aquel avance parecía que no iba a tener fin, aunque en su interior sabían que la casa no podía estar más allá de unos cuantos metros hacia el frente. Y cuando ya estaban a punto de derrumbarse del todo, arañados, mojados y con la angustia de en cualquier momento ser arrastrados hacia las profundidades de la muerte por mano de quien debía de protegerlos, vieron, gracias a un relámpago más, la forma blanca de la casa.
Estaba a su derecha y a unos veinte metros de distancia de ellos. Lo que había sucedido es que en su regreso habían tomado, sin pretenderlo, una dirección casi opuesta a la dirección de la casa y en vez de ir hacia ella habían estado yendo hacia uno de sus lados. Ahora la tenían, entonces, a su derecha.
Fayre se detuvo y trató de analizar las cosas.
¿Regresar a la casa? ¿Para qué?
Sopesó las preguntas en su mente infantil y se dijo que regresar a la casa era como regresar a la boca del lobo. Su padre, al no encontrarlos en el bosque, seguramente, regresaría hasta la casa y los encontraría.
No, no podían regresar a la casa por muy tentadora que fuera la idea. Además, allí estaba el cuerpo sin vida de su madre. Pero, ya no se podía hacer nada.
Otra vez el rostro se su madre. Cerró con fuerza los ojos con la intención de no llorar. No, ahora no. ahora no podía llorar. Aunque por dentro se estuviera muriendo de dolor por la muerte de su madre no podía pensar en eso. Su madre había gritado con todas sus fuerzas, antes de… que corrieran. Y eso iba a hacer. Iban a correr, y mucho.
Lo único que debía de haber en su interior era el deseo de alejarse de allí. De inmediato.
Sin soltar la mano de su hermano que parecía haber perdido la voluntad por completo siguió avanzando, dejando de lado la casa.

No hay comentarios:

Publicar un comentario