A las diez de la noche del viernes cuando Hugh Montalvo giró la cabeza y miró
hacia el enorme roble lo había hecho por ese olor que despedía el miedo de
quien estuviera escondido allí. Era un olor apenas leve, pero allí estaba. Miró
hacia el roble y no vio nada con los ojos, pero presentía algo ¿O era su
imaginación?
Olió un poco más, pero la lluvia, con su intensidad se llevaba, o traía
cualquier olor de cualquier lado. Decidió, entonces, continuar. Seguir hacia
adelante. Esos niños debían ir corriendo, como alma que lleva el diablo,
delante. Y si seguía deteniéndose no les daría alcance.
Entonces, se puso en marcha.
La tormenta se mantenía en su ritmo frenético, como una llave dejada
abierta que derrama miles y miles de litros de líquido transparente, frío, en
finas líneas que caen desde el cielo. Pero en la conciencia de Hugh aquellas
sensaciones estaban más allá de sus sentidos normales, en otras palabras, no
experimentaba ninguna sensación sobre la piel. Sus ojos, su olfato y hasta su
gusto parecían haber aumentado el límite de las percepciones. Pero nada más.
Así, pues, avanzó por entre los troncos y ramas de aquellos vigilantes del
bosque, sin percatarse casi de que allí los robles, pinos y encinos habían
desaparecido convirtiéndose en otros tipos más espigados y de troncos lisos.
Pero tampoco esto le interesó a quien hacía tan poco había sido Hugh Montalvo,
eminente doctor en medicina general. Las hojas de aquellos nuevos árboles eran
más anchas que las del encino, y por supuesto la de los pinos. Y parecían
recibir el agua de lluvia con mayor fortaleza.
En algún momento, a sus oídos, le pareció llegar un fino grito. Pero no se
detuvo.
Los pinos, dejaban filtrar, los robles doblaban la base de sus hojas, y los
encinos por ser tan finas se doblaban aún con mayor facilidad, pero aquellos
árboles nuevos tenían hojas que no se doblaban, parecían hechos de plástico de
un material más fuerte que el orgánico del cual estaban hechos los demás. El
agua, entonces, rebotaba sobre la superficie de sus hojas y caían en finas
gotas desmenuzadas hacia el suelo. Como en un festín de ritmo y esparcimiento.
El suelo, completamente liso debido a la consistencia de la tierra, dejaba
resbalar el agua sobre él como si no quisiera tomarse el benéfico líquido, sino
deshacerse de él.
En medio de aquellos extraños árboles y bajo la pertinaz lluvia, colocando
con firmeza los pies, Hugh Montalvo continuó su búsqueda sin enterarse de casi
nada de lo que sucedía alrededor. Extrañamente, por allí, los árboles abrían un
sendero de un metro de ancho que cómo una especie de pasillo simétrico,
perdiéndose en las alturas, parecía estar engulléndose al hombre.
Hugh Montalvo, o lo que quedaba de él, caminó durante varios minutos antes
de llegar a un declive descendente, sin detenerse a meditar, una función que ya
no controlaba, comenzó a bajar. Allí los árboles, aunque siendo de la misma
consistencia que los dejados pasos atrás, parecían haberse dispersado por entre
las piedras que aparecían aquí y allá.
El declive se convirtió en un sendero de unos treinta centímetros de ancho
que bajaba por entre piedras que a la luz de los relámpagos parecían negras y
lisas. El hombre enajenado bajaba con paso firme mientras el hacha, un objeto
insensible a todos los cambios de la naturaleza, colgaba de su mano derecha
tomado por la mitad del mango.
Su mente, lejos de cualquier realidad razonable, bullía en miles de
pensamientos, como entre una nube de formas que buscaban ser objetos físicos
conocidos. Pero ninguno de esos objetos, tales como baterías, camisas, árboles,
automóviles… llegaba a convertirse en un verdadero objeto conocido. De repente,
lo que debería ser un automóvil se volvía una carreta tirada por caballos, o lo
que debía ser un árbol, por una rama con dedos retorcidos. Allí, en su cabeza,
ya no había pasado, presente, ni futuro. Era un simple vehículo de algo indefinible.
Y aunque aún, el cerebro, dirigía las funciones corporales como el movimiento
de los músculos, no tenía conciencia de nada.
Visto desde el cielo, el bosque por donde avanzaba el cuerpo de aquel
hombre, era una tupida red de vegetación, cuyo sendero parecía un río
descendiendo hacia el mar. Un río parecido a una serpiente en movimiento que
descendía y descendía hacia un pequeño valle donde desaparecía y tomaba una
carretera olvidada por el tiempo y donde casitas diminutas parecían cajitas de
fósforos y todas parecían convergerá hacia una caja de color blanco que se
alzaba justo en el centro.
Hugh, después de descender unos cuantos metros más sobre aquel diminuto
sendero, distinguió, gracias a la luz parpadeante de los relámpagos que llegaba
hasta una especie de explanada diminuta abierta a su izquierda del sendero.
Cubrió el espacio que lo separaba de ella con rapidez. Una especie de
magnetismo invisible lo atraía hacia allí. Y en su apresuramiento, a punto de
caer, al tropezarse con una diminuta piedra, se vio obligado a bajar la
velocidad.
Llegó ante la explanada y se giró para ver lo que ocultaba aquel lugar.
Una casa, cabaña, o edificio, ante la escasa luz de la oscuridad,
desvencijada yacía allí como un viejo animal en reposo. Y es que eso parecía, un
viejo animal mitológico que dobladas las extremidades, cansando, respirara con
dificultad y dormitara.
Se trataba de una casa hecha de madera, una madera que en sus primeros
tiempos debió ser como toda la madera nueva, blanca, rosada o verde, pero ahora
era totalmente negra. Como si el paso del tiempo y la constante exposición al
humo la hubiera vestido de esa forma. Era antigua y por su inclinación, leve
hacia la derecha, parecía a punto de caer debido al peso de su tejado que en
efecto eran tejas de barro también teñidas de negro por el paso de los
elementos y el tiempo.
Las paredes de aquella vivienda eran de madera. No tablas finamente
cortadas sino pedazos de madera cortada rústicamente como si el fin inicial
hubiera sido el fogón y no una pared. Además, dichos trozos de madera estaban
de manera vertical como soldados vigilando y entre ellos se abrían ranuras como
persianas que dejaban pasar, si es que así era, la luz o los sonidos a través
de ellos. Sobre aquella superficie rugosa se abría un marco donde una puerta, ésta
si de tablas, colgaba de viejas y oxidadas bisagras.
En el lugar donde siempre van los pasadores, o los candados de las puertas,
había una aldaba más vieja que las mismas bisagras y parecía a punto de
desintegrarse de tanto moho. Bajo el alero que formaba el deteriorado techo de
tejas la lluvia había formado una especie de zanja por donde corría la lluvia
convertida en diminuto río. Allí había una especie de protección contra el
líquido de unos dos metros de ancho. Además, apoyadas en las paredes de maderas
oscuras, había un par de tocones que en su tiempo debieron ser inmensos
árboles, pero que ahora servían de sillas.
El hombre, después de, ayudado por los relámpagos, haber hecho tales
observaciones, avanzó hacia aquella tétrica edificación. Se puso bajo el alero
rápidamente y casi estuvo a punto de chocar la cabeza contra un par de tejas
que sobresalían, a punto de caerse, del bajo techo.
Apenas se hubo puesto a resguardo del agua, empezó a aspirar aquel olor a
fiera encerrada que tan tenuemente había percibido horas atrás al entrar a la
casa de campo. Allí el olor no era suave, al contrario, parecía que era la
atmósfera natural del sitio.
El hombre no se había metido debajo del alero de aquella casa con la
intención de protegerse de la lluvia, no. Era la fuerza magnética que el sitio
parecía poseer sobre su psiquis enferma. Era un lugar al cual le pareció haber
acudido en sueños, o en otra vida. Pero familiar. Esa era la sensación.
Allí, de pie frente a la vieja puerta y bajo el inclinado alero de tejas,
aspiró con fuerza el fétido olor. Porque de eso se trataba de un olor mezcla de
fiera encerrada, desaseo y cubil. Un olor a sudor agrio, piel sucia y vejez.
Sin temor, porque él ya estaba muy lejos de sentir esos impulsos primarios,
dio tres pasos hacia la puerta y tomó la vieja aldaba. Una aldaba que no era
más que un aro de hierro convertido en moho gracias al paso del tiempo y el
embate de los elementos. Tiró de ella y la puerta se abrió.
***
Lowell estuvo a punto de emitir un grito cuando vio a quien había sido su
padre hasta hacia unos minutos antes, voltear la cara hacia donde estaba
oculto, temblando de miedo y a punto de un coma, junto a su hermana. Pero lo
controló con toda su voluntad que cuando quería la tenía. Cerró la boca,
entonces, sintiendo como los dientes se oprimían los unos contra los otros y la
lengua, al fondo de su boca parecía ahogarse.
Fayre, sintió que las piernas se le doblaban como si estuvieran hechas de
mantequilla derretida y caía acurrucada siempre aferrada con ambas manos, al
grueso tronco del roble. Emitió un débil quejido y los ojos, de por sí
empapados de agua, se le llenaron de lágrimas. Eran lágrimas de miedo, dolor e
impotencia.
Si su padre, o lo que sea que era ahora, los había visto, podían darse por
muertos.
Esperaron, ambos, con el corazón latiendo a mil por minuto y congelados por
el terror.
Pero los segundos que les parecieron avanzar a tan enorme velocidad pasaron
y nada ocurría.
No se atrevieron a moverse, agachada ella y de pie él, aún tomados de la
mano y tan juntos que hasta podían sentir el temblor de cada quien.
Permanecieron allí, detrás del roble sin querer asomarse, durante cortos
minutos. Y cuando el miedo, la consideración y la espera parecieron advertirles
que nada iba a pasar fue la niña quien, despacio y limpiándose las lágrimas que
le quemaban los ojos, se asomó.
Esperó a que un relámpago volviera a iluminar el sitio exacto donde habían
visto detenerse a su padre y comprobó, con cierto gramo de alivio, que allí no
había ya nadie. Pero no podía confiarse, así que despacio, tan despacio que
pudo escuchar cómo le tronaban los huesos de las rodillas al moverse, se puso
en pie. Al hacerlo, sintió, con profundo horror que algo le estaba agarrando el
pie.
Cerró los ojos y no pudo evitar emitir un grito de horror. Fue un grito muy
agudo y breve. Su hermano, lo pudo sentir en sus manos, le apretó con fuerza
quizás esperando también lo peor. Pero no ocurrió nada más.
Despacio, abrió los ojos y miró hacia abajo. Una rama vieja encino se había
enredado en su pijama justo en el tobillo. Soltó el aire contenido y trató de
reír por su estupidez. Pero era una sensación extraña y se limitó a
desenredarse de la rama.
Volvió a asomarse. Nada. Allí no había nada.
Pero no podía confiarse. Siempre, en las películas, y de esas junto a su
madre había visto un montón—le dolió algo en el pecho al recordar el rostro
hermoso de su madre—, siempre los malos se escondían y cuando el bueno se
confiaba lo atrapaban. Decidió, entonces, no moverse durante otro rato.
Un rato que fue de aproximadamente veinte minutos. Después, halando de su
hermano, salieron de detrás del árbol protector. Estaban temblando, pero aún no
había tiempo para echarse a descansar o de siquiera pensar en sentarse a darse
calor.
—¿Qué hacemos? –preguntó con voz trémula Lowell dejándose llevar por su
hermana.
No respondió. No tenía idea.
Pero la verdad era que algo tenían que hacer si querían sobrevivir. Miró
hacia el cielo todo estaba tan oscuro y mojado. Parecían un par de trapos
nadando en el agua.
Se detuvieron justo en el lugar donde había estado su padre y miraron hacia
el camino del fondo. Allí la tierra seguía siendo demasiado lisa para sus pies
descalzos. Tenían que regresar por donde habían llegado hasta allí.
Seguramente, si Dios era bueno y cuidaba de ellos, su padre se habría marchado
por aquel sendero de tierra roja.
Sin pensarlo y sabiendo que tenían que mantenerse en movimiento y lejos de
aquellos lugares, oprimió con más fuerzas la mano de su hermano y comenzó a
caminar en sentido contrario a aquel sendero. Buscando el mismo camino por
donde habían llegado hasta allí.
Se metieron entre los arboles buscando el regreso a la casa de campo y la
lluvia no tuvo más misericordia con ellos. Como en millones de bandadas las
gotas del cielo y de los arboles les caían con furia lastimando sus frágiles
carnes.
En un rincón de la mente de Fayre se despertó aquel sueño donde ella huía a
través de ramas y lluvia y le lanzó a la cara esa sensación de algo ya vivido.
Si la vida fuera justa, pensó en su mente infantil, aquello se lo hubiera dicho
con antelación para evitarlo. Si hubiera sabido que aquel sueño era una especie
de profecía, hubiera pataleado, llorado, aferrado al asiento del pickup para
evitar que sus padres posaron un solo pie en aquella casa que, desde ahora, si
sobrevivía, sería el signo del horror más grande.
Avanzaron, entonces, empapados hasta los huesos, y en medio de árboles con
ramas bajas que les aruñaban el cuerpo, y una noche tan cerrada que parecía un
manto fúnebre sobre sus pequeñas almas.
Durante más de diez minutos aquel avance parecía que no iba a tener fin,
aunque en su interior sabían que la casa no podía estar más allá de unos
cuantos metros hacia el frente. Y cuando ya estaban a punto de derrumbarse del
todo, arañados, mojados y con la angustia de en cualquier momento ser
arrastrados hacia las profundidades de la muerte por mano de quien debía de
protegerlos, vieron, gracias a un relámpago más, la forma blanca de la casa.
Estaba a su derecha y a unos veinte metros de distancia de ellos. Lo que
había sucedido es que en su regreso habían tomado, sin pretenderlo, una
dirección casi opuesta a la dirección de la casa y en vez de ir hacia ella
habían estado yendo hacia uno de sus lados. Ahora la tenían, entonces, a su derecha.
Fayre se detuvo y trató de analizar las cosas.
¿Regresar a la casa? ¿Para qué?
Sopesó las preguntas en su mente infantil y se dijo que regresar a la casa
era como regresar a la boca del lobo. Su padre, al no encontrarlos en el
bosque, seguramente, regresaría hasta la casa y los encontraría.
No, no podían regresar a la casa por muy tentadora que fuera la idea.
Además, allí estaba el cuerpo sin vida de su madre. Pero, ya no se podía hacer
nada.
Otra vez el rostro se su madre. Cerró con fuerza los ojos con la intención
de no llorar. No, ahora no. ahora no podía llorar. Aunque por dentro se
estuviera muriendo de dolor por la muerte de su madre no podía pensar en eso.
Su madre había gritado con todas sus fuerzas, antes de… que corrieran. Y eso
iba a hacer. Iban a correr, y mucho.
Lo único que debía de haber en su interior era el deseo de alejarse de
allí. De inmediato.
Sin soltar la mano de su hermano que parecía haber
perdido la voluntad por completo siguió avanzando, dejando de lado la casa.
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