A las tres de la tarde del sábado, Oliver Pavón, se detuvo enfrente de la
casa inclinada.
A plena luz del día, el edificio parecía de un color menos tétrico, pero no
menos inquietante. El detective, después de bajar por aquella resbaladiza senda
de barro rojo y a punto de fracturarse en más de una ocasión había notado, como
paso a paso la vegetación cambiaba bruscamente. De pinos, robles y encinos, se
había pasado a unos tipos de árboles tan atípicos debido al clima y a la
tierra.
En su profesión, y también por curiosidad, Oliver había leído mucho sobre
botánica y mineralogía. Siempre era bueno conocer sobre tipos de plantas y
suelos por aquello de las pistas y los indicios. Reconoció, de inmediato
arboles de abeto, abedul, acebo y sobre todo varias variedades de álamo. Todos
estos árboles se entremezclaban en una especie de coloridos increíbles entre
las hojas y los troncos.
En algún momento elevó la vista hacia el cielo y comprobó que el sendero se
abría en medio de aquellos enormes árboles que formaban dos inmensos muros, uno
a cada lado del mismo. Como una especie de pasadizo natural. ¿Pero a dónde
llevaba?
Estaba siguiendo una corazonada.
Esa corazonada pareció disminuir cuando miró la cabaña. Se acercó con pasos
grandes pues temía lo peor.
Allí, en el patio bajo e inclinado del edificio, notó las huellas del
hombre, sus marcas eran las mismas que había visto con sangre bajar por las
gradas de la casa allá arriba. Pero estas huellas, entraban y salían.
La puerta estaba abierta así que se asomó.
Como le había pasado a Hugh, el repulsivo olor que también ya había sentido
en la casa de arriba, se le estrelló en los ojos y en las fosas nasales. De
inmediato extrajo de una de las bolsas del chaleco una de las mascarillas
especiales y se la colocó para cubrirse la boca y la nariz. Y aunque los ojos
parecieron lagrimear por lo menos logró ocultar un poco el olor.
No iba a soportar mucho aquella atmósfera así que se dedicó a observar. Y
lo primero que vio fue el hacha tirada justo en el medio de la estancia. El
objeto estaba caído de lado y no presentaba rastros de sangre ni de barro. Se
agachó enfrente de él y sin tocarlo trató de descubrir algo. Nada.
Miró hacia la esquina donde estaba el fogón. Una urgencia de salir de allí
le apremiaba con impaciencia. Ese olor era demasiado fuerte, quizás tóxico.
Allí había un fogón con un caldero redondo sobre él, leña acumulada en un hueco
debajo y nada más. Miró directamente hacia el frente. Una cama.
En la cama había indicios.
A pesar de la necesidad de marcharse a toda velocidad de allí, avanzó cinco
pasos hasta estar a un lado de la cama. Allí estaba la humedad distribuida en
la forma en que una persona se hubiera acurrucado. Además, las huellas de lodo
indicaban que el hombre se había recostado subiendo los pies. Y que además ese
reposo había durado un par de horas, por lo menos.
Luego, como lo había hecho Hugh, el detective se dio la vuelta y miró hacia
la tan ansiada salida. Caminó como lo había hecho el otro y llegó hasta el
alero de la casa. Sus pulmones se lo agradecieron.
Allí, el hombre se había detenido, la profundidad de las huellas lo
indicaban. Allí se había puesto a pensar, a decidir.
Oliver salió de la sombra de la extraña casa y avanzó hacia el camino allí
donde el hombre pareció detenerse de nuevo a pensar porque volvían a hundirse
sus huellas. Para entonces, por lo visto, la tormenta había dejado de caer
porque las huellas permanecían intactas. La tormenta, había verificado, terminó
a las tres de la madrugada. Eso quería decir que más o menos a esa hora, o un
poco después el hombre había salido de la casa y se había dirigido hacia. Según
las huellas, tomó hacia abajo.
Pero ¿él hacia dónde debía ir?
Los indicios decían que los niños no habían pasado por allí. ¿Entonces? El
hombre iba solo por aquel sendero. Y la prioridad eran los niños.
Se dio un golpe en la frente.
“Mierda— pensó— he estado perdiendo el tiempo”
Y de inmediato tomó el camino por el cual había regresado. Sólo que ahora
lo hizo corriendo. Algo, esa intuición que tanto le ayudaba en los casos, le
indicaba que alguien estaba en peligro.
“Estúpido— se dijo mientras corría por la cuesta— desde que ese hombre
estuvo aquí han pasado casi doce horas. Eso significa que los niños están,
lejos de aquí. ¿Pero dónde?”
***
Sudado y con los pulmones casi sin aire, Oliver Pavón, media hora después
de haberse puesto en marcha de nuevo, estaba agachado frente a la puerta
trasera de la casa de los Montalvo. Allí estaba aquella puerta que daba a la
cocina y luego a la sala.
Con la mirada concentrada buscó huellas de pies descalzos. Pero nada. Los
policías, los forenses y quizás hasta algunos curiosos habían cubierto de
huellas toda la zona borrando la posibilidad de descubrir viejas pisadas.
Porque si en algún momento los niños habían regresado a la casa habría sido
después de que permanecieran ocultos en el bosque. Eso debió de ocurrir entre
las doce de la noche y la madrugada. Pero en la casa, la policía había revisado
de pies a cabeza y no había encontrado a nadie más.
¿Qué hacer? ¿Por dónde seguir?
Sintió ganas de regresar al bosque, pero la lógica le dijo que si los niños
se habían internado más en el bosque ya deberían de haber salido. A menos que…
pero no, tenía entendido que en aquella zona no había animales salvajes excepto
los gatos de monte, una que otra especie de serpiente.
¿Y si los niños estaban por allí pedidos?
Tenía que retomar las pistas de los niños donde las había dejado, junto a
aquel grueso roble del claro.
Y sin pensarlo más, corriendo también, volvió al claro. Lo alcanzó con una
desesperada premura. Se agachó de nuevo, tratando esta vez de poner más
atención a todo. Pero todo seguía igual que cuando lo viera por primera vez una
hora antes: el tronco del roble, la grama, las ramitas secas de los mismos
árboles caídas aquí y allá. Arriba las nubes y el viento fresco, moviéndose indolentes
ante cualquier angustia humana. No, así no iba a ningún lugar.
Tenía que relajarse por completo para ver el indicio principal.
Se dejó caer, entonces, apoyando la columna sobre el grueso y rugoso tronco
del roble. Estiró ambas piernas y dejó caer los brazos a ambos lados. Cerró los
ojos y de inmediato comenzó a respirar profundamente.
Durante diez minutos exactos, pues no necesitaba más, realizó este
ejercicio. Y no fue hasta el minuto siete cuando comenzó a ver la luz. Apareció
como siempre lo hacía, como un puntito pequeñito que poco a poco fue creciendo
hasta abarcar casi el diez por ciento del espacio oscuro. Era una luz amarilla,
pero de un amarillo muy suave. Dicha luz estaba a su izquierda así que giró la
cabeza hasta tenerla justo en el frente, a la altura de la nariz y abrió los
ojos.
Ante él aparecían troncos y ramas de encinas, pinos y robles. Sacó la
brújula de la chaqueta y verificó la dirección. Luego sacó su Galaxy y
conectándose a internet activó el GPS. De inmediato apareció el mapa en Google
Earth del sitio donde se encontraba. Trazó una línea con el dedo sobre la
pantalla táctil del aparato y ubicó la ruta que debía de seguir para encontrar
su objetivo. En el mapa se veía, desde arriba, la vegetación y hasta la forma
de flecha del claro del bosque. Tenía que avanzar por aquella línea imaginaria
e ir hacia adelante. Según la luz, su objetivo estaba a más de dos kilómetros
de aquel punto.
¿Por qué no pensó en aquel método antes? Hubiera ahorrado tiempo y
esfuerzo. Pero bien lo sabía. El problema eran las horas. Todo en la tierra, y
en la naturaleza tiene sus ciclos y este era el adecuado, no el de antes.
No era necesario tirarse en línea recta desde aquel punto, bien podía salir
a la carretera y avanzar desde allí, con mayor facilidad hasta el punto donde
parecía ser el sito correcto.
Salió del claro y sin detenerse pasó junto a aquella fatídica casa con
dirección hacia la entrada. Allí seguían las cintas amarillas de no pasar. Y
seguramente allí se quedarían un buen tiempo como emblema de que la policía
había estado allí cumpliendo con su cometido.
Llegó hasta la entrada y miró hacia la derecha. Su automóvil aún seguía en
el mismo sitio, como un can dormido esperando a su amo. Luego miró hacia la
izquierda hacia donde tenía que ir. Iría a pie porque era lo más adecuado.
Comenzó, entonces, a caminar hacia abajo, hacia donde le indicaba la
brújula y el GPS, pero sobretodo su intuición que fuera.
Apenas había dado unos quince pasos caminado casi por el centro de la calle
cuando vio el mechón de cabello colgado del alambre. De inmediato se acercó a
la orilla y lo miró de cerca. Lo palpó como queriendo conocer sus secretos.
Observó un poco más y casi pudo ver a los dos niños, a medianoche cruzando por
allí. El corazón se le alegró, iba avanzando hacia su objetivo.
Volvió a la calle y con paso más firme echó a andar hacia lo que fuera que
debía de encontrar más abajo.
***
El recorrido que los dos niños habían hecho en una hora y media, el
detective lo hizo en treinta minutos. No es lo mismo caminar bajo una fuerte
tormenta, con pies pequeños y descalzos que a una hora tan tranquila y fresca
como las tres de la tarde y con una visibilidad abierta.
Oliver Pavón, se detuvo, unos doscientos metros antes de pasar por enfrente
de La Casona y consultó el GPS en el móvil. La imagen guardada, mostraba, en
efecto, la existencia de aquella casa que estaba allá adelante, justo en la
curva de la carretera. La línea trazada por él cruzaba por la orilla de esa
casa y continuaba hacia el poblado que aparecía allí. Seguramente los niños
habían llegado hasta aquel poblado y ahora estarían bien. Esa era la esperanza.
Con esta reconfortante idea, el detective, guardó de nuevo su tecnología de
rastreo y siguió caminando casi en el centro de la calle. Todo bien.
El día estaba tan despejado que cualquier señal nueva, como la de los
cabellos prendidos a aquel cerco, sería fácilmente identificable. Abrió, pues,
todos los sentidos de nuevo. Y fue oportuno.
Cuando sólo le faltaban unos veinte metros para pasar enfrente de la casa
aquella con el enorme arco sobre el portón de entrada, Oliver volvió a captar
ese olor tan desagradable que en el interior de aquella cabaña casi lo hiciera
vomitar.
—¡Qué mierda! –dijo sin poderlo evitar.
De repente todo el hedor tomó forma en su cabeza y la forma era la de
aquella estancia. El animal, o cosa que producía tal hedor, estaba seguro,
había pasado por allí como también había pasado por la casa de los Montalvo. Se
detuvo y como un perro oliendo un rastro comenzó, a pesar de las náuseas que le
provocaba, a buscar la procedencia.
El olor más fuerte procedía del lado izquierdo de la calle, muy cerca de la
cuneta por donde corrían, aún, unos pequeños ríos de agua transparente sobre la
tierra blanca. Se detuvo allí y miró hacia todos lados. Allí no había nada que
pudiera indicarle al dueño de tan horrible olor. Enfrente había un cerco de
alambre de púas, y más allá una colina tupida de pinos altos y pequeños. A la
derecha ese cerco continuaba y se unía a aquella pomposa entrada. A su
izquierda sólo se vía la carretera andada.
Pero el olor lo había captado precisamente en ese punto y luego tomaba
hacia abajo, hacia la carretera, como si quien lo portara hubiera salido
precisamente por ese cerco y hubiera comenzado a caminar por la carretera desde
ese punto.
Él hizo lo mismo: comenzó a caminar hacia abajo. No podía olvidar su
objetivo.
Comenzó a pasar enfrente del enorme arco con la intención de seguir de
largo cuando su aguda vista vio la enorme huella. Ésta estaba tan a la orilla
de la calle que, si su vista no hubiera mirado inadvertidamente hacia ella,
todo hubiera sucedido de otra forma. Pero la vio y de inmediato se frenó.
La huella estaba justo en medio de la entrada de aquel enorme portón en
cuyo arco de madera había unas letras de metal en las cuales se leía: LA
CASONA. Y era enorme.
Oliver, acostumbrado y preparado para leer indicios de todo tipo, pero en
especial aquellos, se agachó y analizó.
La huella era de un animal, posiblemente un perro por las formas de los
dedos hundidos en el lodo, pero era extraño, los perros, como la mayoría de los
animales solo tienen cuatro abultamientos en las patas y aquello tenía cinco,
además de ser de un tamaño considerable. Y también, bendito Dios, al estar
concentrado en la huella aquella tan extraña vio las de los niños. El corazón
se le aceleró y por unos segundos olvido el mal olor que se intensificaba en
aquel sitio.
¡Los niños estaban allí en esa casa!
Miró con ansiedad hacia las rejas del portón y sin pensar en aquellas
huellas tan extrañas sino en la de los niños las rastreó hasta la columna donde
se perdían. Los niños habían entrado por allí. Por debajo del hilo de alambre.
Antes de decidirse a entrar miró hacia el interior de la propiedad. No se
vía ni un alma. Sólo el sendero de piedra que era una especie de calle para
automóviles y que descendía en una inclinación hacia la casa que se veía a unos
cincuenta metros allá abajo. La casa parecía cerrada y deshabitada porque los
arbustos a ambos lados de la senda estaban muy altos. Detrás de la casa, cuyo
techo rojo se veía desde allí con mucha claridad, estaba aquella especie de
colina repleta de pinos altos y medianos.
Se asomó por entre las rejas y comprendió porque los niños habían optado
por el alambre antes que los barrotes: estaban demasiado juntos y para poder
pasar se debía ser muy delgado o muy, muy pequeño.
Allí, su nariz se lo advirtió, el olor aquel se intensificaba de una manera
espantosa. Se apartó de inmediato y comprendió, como lo hacía siempre lo
sucedido: los niños, al decidir meterse a aquella propiedad estaban huyendo de
algo, y ese algo era aquella cosa apestosa. Pero ¿Qué era?
Ahora lo único que importaba era encontrar a los niños.
Se arrastró por debajo del alambre en el mismo sitio por donde habían
entrado los niños.
Tratando de olvidar aquel desagradable olor enfiló rumbo hacia la casa, que
llamaban La Casona.
Y cuando estaba a unos cuantos metros de la casa vio el hueco justo en
medio de la calzada. Temiendo lo que temía se acercó a grandes zancadas y con
mucho cuidado se tiró al suelo de pecho y arrastró hacia la boca del agujero su
parte superior.
El corazón estuvo a punto de detenérsele cuando miró hacia abajo y vio, a
unos diez metros de profundidad, dos cabecitas muy juntas. Tragó saliva y con
un hilo de voz gritó:
—¡Hola!
***
Como sucede siempre con los periódicos y las noticias el encuentro y
rescate de los dos niños que habían permanecido más de doce horas flotando en
el fondo de aquel pozo sólo ocupó una pequeña columna en una página interior.