jueves, 28 de julio de 2016

Capítulo 12





A las tres de la tarde del sábado, Oliver Pavón, se detuvo enfrente de la casa inclinada.
A plena luz del día, el edificio parecía de un color menos tétrico, pero no menos inquietante. El detective, después de bajar por aquella resbaladiza senda de barro rojo y a punto de fracturarse en más de una ocasión había notado, como paso a paso la vegetación cambiaba bruscamente. De pinos, robles y encinos, se había pasado a unos tipos de árboles tan atípicos debido al clima y a la tierra.
En su profesión, y también por curiosidad, Oliver había leído mucho sobre botánica y mineralogía. Siempre era bueno conocer sobre tipos de plantas y suelos por aquello de las pistas y los indicios. Reconoció, de inmediato arboles de abeto, abedul, acebo y sobre todo varias variedades de álamo. Todos estos árboles se entremezclaban en una especie de coloridos increíbles entre las hojas y los troncos.
En algún momento elevó la vista hacia el cielo y comprobó que el sendero se abría en medio de aquellos enormes árboles que formaban dos inmensos muros, uno a cada lado del mismo. Como una especie de pasadizo natural. ¿Pero a dónde llevaba?
Estaba siguiendo una corazonada.
Esa corazonada pareció disminuir cuando miró la cabaña. Se acercó con pasos grandes pues temía lo peor.
Allí, en el patio bajo e inclinado del edificio, notó las huellas del hombre, sus marcas eran las mismas que había visto con sangre bajar por las gradas de la casa allá arriba. Pero estas huellas, entraban y salían.
La puerta estaba abierta así que se asomó.
Como le había pasado a Hugh, el repulsivo olor que también ya había sentido en la casa de arriba, se le estrelló en los ojos y en las fosas nasales. De inmediato extrajo de una de las bolsas del chaleco una de las mascarillas especiales y se la colocó para cubrirse la boca y la nariz. Y aunque los ojos parecieron lagrimear por lo menos logró ocultar un poco el olor.
No iba a soportar mucho aquella atmósfera así que se dedicó a observar. Y lo primero que vio fue el hacha tirada justo en el medio de la estancia. El objeto estaba caído de lado y no presentaba rastros de sangre ni de barro. Se agachó enfrente de él y sin tocarlo trató de descubrir algo. Nada.
Miró hacia la esquina donde estaba el fogón. Una urgencia de salir de allí le apremiaba con impaciencia. Ese olor era demasiado fuerte, quizás tóxico. Allí había un fogón con un caldero redondo sobre él, leña acumulada en un hueco debajo y nada más. Miró directamente hacia el frente. Una cama.
En la cama había indicios.
A pesar de la necesidad de marcharse a toda velocidad de allí, avanzó cinco pasos hasta estar a un lado de la cama. Allí estaba la humedad distribuida en la forma en que una persona se hubiera acurrucado. Además, las huellas de lodo indicaban que el hombre se había recostado subiendo los pies. Y que además ese reposo había durado un par de horas, por lo menos.
Luego, como lo había hecho Hugh, el detective se dio la vuelta y miró hacia la tan ansiada salida. Caminó como lo había hecho el otro y llegó hasta el alero de la casa. Sus pulmones se lo agradecieron.
Allí, el hombre se había detenido, la profundidad de las huellas lo indicaban. Allí se había puesto a pensar, a decidir.
Oliver salió de la sombra de la extraña casa y avanzó hacia el camino allí donde el hombre pareció detenerse de nuevo a pensar porque volvían a hundirse sus huellas. Para entonces, por lo visto, la tormenta había dejado de caer porque las huellas permanecían intactas. La tormenta, había verificado, terminó a las tres de la madrugada. Eso quería decir que más o menos a esa hora, o un poco después el hombre había salido de la casa y se había dirigido hacia. Según las huellas, tomó hacia abajo.
Pero ¿él hacia dónde debía ir?
Los indicios decían que los niños no habían pasado por allí. ¿Entonces? El hombre iba solo por aquel sendero. Y la prioridad eran los niños.
Se dio un golpe en la frente.
“Mierda— pensó— he estado perdiendo el tiempo”
Y de inmediato tomó el camino por el cual había regresado. Sólo que ahora lo hizo corriendo. Algo, esa intuición que tanto le ayudaba en los casos, le indicaba que alguien estaba en peligro.
“Estúpido— se dijo mientras corría por la cuesta— desde que ese hombre estuvo aquí han pasado casi doce horas. Eso significa que los niños están, lejos de aquí. ¿Pero dónde?”

 ***
Sudado y con los pulmones casi sin aire, Oliver Pavón, media hora después de haberse puesto en marcha de nuevo, estaba agachado frente a la puerta trasera de la casa de los Montalvo. Allí estaba aquella puerta que daba a la cocina y luego a la sala.
Con la mirada concentrada buscó huellas de pies descalzos. Pero nada. Los policías, los forenses y quizás hasta algunos curiosos habían cubierto de huellas toda la zona borrando la posibilidad de descubrir viejas pisadas. Porque si en algún momento los niños habían regresado a la casa habría sido después de que permanecieran ocultos en el bosque. Eso debió de ocurrir entre las doce de la noche y la madrugada. Pero en la casa, la policía había revisado de pies a cabeza y no había encontrado a nadie más.
¿Qué hacer? ¿Por dónde seguir?
Sintió ganas de regresar al bosque, pero la lógica le dijo que si los niños se habían internado más en el bosque ya deberían de haber salido. A menos que… pero no, tenía entendido que en aquella zona no había animales salvajes excepto los gatos de monte, una que otra especie de serpiente.
¿Y si los niños estaban por allí pedidos?
Tenía que retomar las pistas de los niños donde las había dejado, junto a aquel grueso roble del claro.
Y sin pensarlo más, corriendo también, volvió al claro. Lo alcanzó con una desesperada premura. Se agachó de nuevo, tratando esta vez de poner más atención a todo. Pero todo seguía igual que cuando lo viera por primera vez una hora antes: el tronco del roble, la grama, las ramitas secas de los mismos árboles caídas aquí y allá. Arriba las nubes y el viento fresco, moviéndose indolentes ante cualquier angustia humana. No, así no iba a ningún lugar.
Tenía que relajarse por completo para ver el indicio principal.
Se dejó caer, entonces, apoyando la columna sobre el grueso y rugoso tronco del roble. Estiró ambas piernas y dejó caer los brazos a ambos lados. Cerró los ojos y de inmediato comenzó a respirar profundamente.
Durante diez minutos exactos, pues no necesitaba más, realizó este ejercicio. Y no fue hasta el minuto siete cuando comenzó a ver la luz. Apareció como siempre lo hacía, como un puntito pequeñito que poco a poco fue creciendo hasta abarcar casi el diez por ciento del espacio oscuro. Era una luz amarilla, pero de un amarillo muy suave. Dicha luz estaba a su izquierda así que giró la cabeza hasta tenerla justo en el frente, a la altura de la nariz y abrió los ojos.
Ante él aparecían troncos y ramas de encinas, pinos y robles. Sacó la brújula de la chaqueta y verificó la dirección. Luego sacó su Galaxy y conectándose a internet activó el GPS. De inmediato apareció el mapa en Google Earth del sitio donde se encontraba. Trazó una línea con el dedo sobre la pantalla táctil del aparato y ubicó la ruta que debía de seguir para encontrar su objetivo. En el mapa se veía, desde arriba, la vegetación y hasta la forma de flecha del claro del bosque. Tenía que avanzar por aquella línea imaginaria e ir hacia adelante. Según la luz, su objetivo estaba a más de dos kilómetros de aquel punto.
¿Por qué no pensó en aquel método antes? Hubiera ahorrado tiempo y esfuerzo. Pero bien lo sabía. El problema eran las horas. Todo en la tierra, y en la naturaleza tiene sus ciclos y este era el adecuado, no el de antes.
No era necesario tirarse en línea recta desde aquel punto, bien podía salir a la carretera y avanzar desde allí, con mayor facilidad hasta el punto donde parecía ser el sito correcto.
Salió del claro y sin detenerse pasó junto a aquella fatídica casa con dirección hacia la entrada. Allí seguían las cintas amarillas de no pasar. Y seguramente allí se quedarían un buen tiempo como emblema de que la policía había estado allí cumpliendo con su cometido.
Llegó hasta la entrada y miró hacia la derecha. Su automóvil aún seguía en el mismo sitio, como un can dormido esperando a su amo. Luego miró hacia la izquierda hacia donde tenía que ir. Iría a pie porque era lo más adecuado.
Comenzó, entonces, a caminar hacia abajo, hacia donde le indicaba la brújula y el GPS, pero sobretodo su intuición que fuera.
Apenas había dado unos quince pasos caminado casi por el centro de la calle cuando vio el mechón de cabello colgado del alambre. De inmediato se acercó a la orilla y lo miró de cerca. Lo palpó como queriendo conocer sus secretos. Observó un poco más y casi pudo ver a los dos niños, a medianoche cruzando por allí. El corazón se le alegró, iba avanzando hacia su objetivo.
Volvió a la calle y con paso más firme echó a andar hacia lo que fuera que debía de encontrar más abajo.

***

El recorrido que los dos niños habían hecho en una hora y media, el detective lo hizo en treinta minutos. No es lo mismo caminar bajo una fuerte tormenta, con pies pequeños y descalzos que a una hora tan tranquila y fresca como las tres de la tarde y con una visibilidad abierta.
Oliver Pavón, se detuvo, unos doscientos metros antes de pasar por enfrente de La Casona y consultó el GPS en el móvil. La imagen guardada, mostraba, en efecto, la existencia de aquella casa que estaba allá adelante, justo en la curva de la carretera. La línea trazada por él cruzaba por la orilla de esa casa y continuaba hacia el poblado que aparecía allí. Seguramente los niños habían llegado hasta aquel poblado y ahora estarían bien. Esa era la esperanza.
Con esta reconfortante idea, el detective, guardó de nuevo su tecnología de rastreo y siguió caminando casi en el centro de la calle. Todo bien.
El día estaba tan despejado que cualquier señal nueva, como la de los cabellos prendidos a aquel cerco, sería fácilmente identificable. Abrió, pues, todos los sentidos de nuevo. Y fue oportuno.
Cuando sólo le faltaban unos veinte metros para pasar enfrente de la casa aquella con el enorme arco sobre el portón de entrada, Oliver volvió a captar ese olor tan desagradable que en el interior de aquella cabaña casi lo hiciera vomitar.
—¡Qué mierda! –dijo sin poderlo evitar.
De repente todo el hedor tomó forma en su cabeza y la forma era la de aquella estancia. El animal, o cosa que producía tal hedor, estaba seguro, había pasado por allí como también había pasado por la casa de los Montalvo. Se detuvo y como un perro oliendo un rastro comenzó, a pesar de las náuseas que le provocaba, a buscar la procedencia.
El olor más fuerte procedía del lado izquierdo de la calle, muy cerca de la cuneta por donde corrían, aún, unos pequeños ríos de agua transparente sobre la tierra blanca. Se detuvo allí y miró hacia todos lados. Allí no había nada que pudiera indicarle al dueño de tan horrible olor. Enfrente había un cerco de alambre de púas, y más allá una colina tupida de pinos altos y pequeños. A la derecha ese cerco continuaba y se unía a aquella pomposa entrada. A su izquierda sólo se vía la carretera andada.
Pero el olor lo había captado precisamente en ese punto y luego tomaba hacia abajo, hacia la carretera, como si quien lo portara hubiera salido precisamente por ese cerco y hubiera comenzado a caminar por la carretera desde ese punto.
Él hizo lo mismo: comenzó a caminar hacia abajo. No podía olvidar su objetivo.
Comenzó a pasar enfrente del enorme arco con la intención de seguir de largo cuando su aguda vista vio la enorme huella. Ésta estaba tan a la orilla de la calle que, si su vista no hubiera mirado inadvertidamente hacia ella, todo hubiera sucedido de otra forma. Pero la vio y de inmediato se frenó.
La huella estaba justo en medio de la entrada de aquel enorme portón en cuyo arco de madera había unas letras de metal en las cuales se leía: LA CASONA. Y era enorme.
Oliver, acostumbrado y preparado para leer indicios de todo tipo, pero en especial aquellos, se agachó y analizó.
La huella era de un animal, posiblemente un perro por las formas de los dedos hundidos en el lodo, pero era extraño, los perros, como la mayoría de los animales solo tienen cuatro abultamientos en las patas y aquello tenía cinco, además de ser de un tamaño considerable. Y también, bendito Dios, al estar concentrado en la huella aquella tan extraña vio las de los niños. El corazón se le aceleró y por unos segundos olvido el mal olor que se intensificaba en aquel sitio.
¡Los niños estaban allí en esa casa!
Miró con ansiedad hacia las rejas del portón y sin pensar en aquellas huellas tan extrañas sino en la de los niños las rastreó hasta la columna donde se perdían. Los niños habían entrado por allí. Por debajo del hilo de alambre.
Antes de decidirse a entrar miró hacia el interior de la propiedad. No se vía ni un alma. Sólo el sendero de piedra que era una especie de calle para automóviles y que descendía en una inclinación hacia la casa que se veía a unos cincuenta metros allá abajo. La casa parecía cerrada y deshabitada porque los arbustos a ambos lados de la senda estaban muy altos. Detrás de la casa, cuyo techo rojo se veía desde allí con mucha claridad, estaba aquella especie de colina repleta de pinos altos y medianos.
Se asomó por entre las rejas y comprendió porque los niños habían optado por el alambre antes que los barrotes: estaban demasiado juntos y para poder pasar se debía ser muy delgado o muy, muy pequeño.
Allí, su nariz se lo advirtió, el olor aquel se intensificaba de una manera espantosa. Se apartó de inmediato y comprendió, como lo hacía siempre lo sucedido: los niños, al decidir meterse a aquella propiedad estaban huyendo de algo, y ese algo era aquella cosa apestosa. Pero ¿Qué era?
Ahora lo único que importaba era encontrar a los niños.
Se arrastró por debajo del alambre en el mismo sitio por donde habían entrado los niños.
Tratando de olvidar aquel desagradable olor enfiló rumbo hacia la casa, que llamaban La Casona.
Y cuando estaba a unos cuantos metros de la casa vio el hueco justo en medio de la calzada. Temiendo lo que temía se acercó a grandes zancadas y con mucho cuidado se tiró al suelo de pecho y arrastró hacia la boca del agujero su parte superior.
El corazón estuvo a punto de detenérsele cuando miró hacia abajo y vio, a unos diez metros de profundidad, dos cabecitas muy juntas. Tragó saliva y con un hilo de voz gritó:
—¡Hola!

***

Como sucede siempre con los periódicos y las noticias el encuentro y rescate de los dos niños que habían permanecido más de doce horas flotando en el fondo de aquel pozo sólo ocupó una pequeña columna en una página interior.

Capítulo 11





El pequeño Lowell le había preguntado a su pequeña hermana Fayre la hora. Cuando escucharon el gruñido del animal era la una y media de la madrugada del sábado y su padre, en aquel preciso momento dormía profundamente en una cabaña vieja y olvidada de la colina detrás de su casa de campo.
El rugido, parecido al emitido por un perro cuando protege su comida o amenaza a alguien en particular tenía algo característico: parecía venir de un lugar hueco y muy lejano. Como si el animal que lo estaba produciendo estuviera en el fondo de una cueva. Retumbaba, esa era la palabra adecuada para aquel sonido. Era como si el gruñido rebotara en muchas paredes profundas antes de llegar hasta los oídos de quien lo escuchaba. Pero, y esto era lo más tenebroso de todo, se escuchaba muy cercano. Como a dos, o tres metros de distancia de donde estaban sentados los dos niños.
Fayre y Lowell estaban sentados en el borde de la carretera, sobre esas laderas, a veces diminutas, que dejan las máquinas al remover la tierra. Sus pies sucios de lodo y sangre colgaban casi a ras del suelo. Detrás de ellos, a unos tres metros más o menos, un cerco de cinco filas de alambre separadas unas de otras uno treinta centímetros indicaban una propiedad privada y separaba de la calle.
El rugido parecía provenir de la negrura que se abría más allá de aquel cerco. Esa negrura era acentuada por la incansable tormenta y por la vegetación menuda que allí crecía, compuesta en su mayoría por matorrales pequeños. Dicho sonido era continuo y duró casi medio minuto para detenerse y volver a comenzar al instante.
Los niños se bajaron de inmediato de su improvisado asiento y presintiendo lo peor echaron a correr, olvidando el dolor de pies, tomados siempre de la mano en dirección al Ocotal.
No dijeron nada, ni siquiera se miraban por donde pisaban, corrían simplemente sintiendo el golpe de las gruesas gotas de lluvia sobre el rostro y en todo el cuerpo.
Corrían bajo la lluvia pisando fuerte y casi en el centro de la carretera. Si alguien hubiera pasado en ese preciso momento, hubiera creído, en efecto, que eran almas perdidas buscando algún consuelo en medio de la noche. Sus cuerpos fuertemente maltratados durante todas aquellas horas previas parecen haber tomado reservas de energía de algún lado, pero sus corazones cansados parecen a punto de reventar. Sienten sus latidos en la frente y en el pecho como si el corazón quisiera salir volando.
Corren durante muchos minutos y aunque les dan miedo los truenos y los relámpagos temen aún más por el dueño de aquel gruñido. Lowell vuelve a golpearse el mismo dedo gordo del pie, pero no tiene tiempo para quejarse. Sigue corriendo como un desesperado junto a su hermana, y no se suelta de la mano de esta que se cierra con mucha fuerza sobre la suya.
Y cuando al fin sienten que o se detienen o el corazón les va a estallar en el pecho o que el agudo dolor en la boca del estómago los va a matar, se detienen. Es Fayre la primera en hacerlo y luego Lowell. Se agachan, se acurrucan y tosen con fuerza sintiendo que, en vez de saliva, por la cavidad de su boca, es sangre la que circulan. Respiran con fuerza durante varios minutos, uno junto al otro y la lluvia no tiene piedad, sigue cayendo con furia y como diciéndoles que se apresuren, que sigan corriendo. Pero no pueden. No pueden. Así que se rinden.
Fayre mira con desesperación hacia atrás se imagina que, en cualquier momento, lo que sea que estaba gruñendo entre la oscuridad se va lanzar sobre ellos y que se los va a devorar. Se imagina un monstruo enorme con cabeza de perro, lobo o de dinosaurio. Es enorme, según su imaginación y se los va a tragar después de desgarrarlos como un perro desgarra un pedazo de carne. Pero no aparece nada detrás de ellos.
Cuando el aire, por fin, entra con bastante libertad en sus pulmones, Fayre nota que su hermano está llorando a voz en cuello y como sucede siempre, por contagio, ella también se pone a llorar. De pronto están los dos berreando como dos crías. Y es que son dos niños a los cuales no se les podría reprochar absolutamente nada.
Lloran durante largos minutos, pero al final callan, porque el llano no les va ayudar a sobrevivir. Se quedan en silencio, escuchando, sólo el rugido de la naturaleza a su alrededor. Pero también eso pasa. Fayre recuerda La Casona con su enorme arco encima y se pone de pie sacando fuerzas de lugares tan profundos que no puede entender. Le ayuda a Lowell a levantarse y ambos, siempre de la mano, siguen caminando. Esta vez despacio.
Nada los ataca, ni escuchan nada, pero están alertas con las miradas a cada momento yendo hacia atrás.
Fayre mira hacia su derecha tratando de distinguir algo. Recuerda que la casa estaba en ese lado de la carretera. Pero no distingue nada. Todo es bruma y oscuridad más allá de cinco metros de sus pies.
Se detiene y espera el auxilio de un relámpago. Cuando éste llega mira a toda prisa hacia un lado de la carretera. Y le parece descubrir una forma, pero está unos cuantos metros atrás, enfrente del camino que ya han recorrido. Se ha pasado del objetivo, por lo visto.
Toma la decisión de inmediato de regresar unos pasos. Siente la resistencia de su hermano en la mano que lo arrastra, pero al final cede.
Así pues, retroceden unos veinte metros hasta estar enfrente del enorme portón de hierro y el arco arriba que está segura dice La Casona. Se acercan, abandonando la calle y otro relámpago brilla. Sí en letras de hierro sobre un arco de madera que en ese momento chorrean agua por todos lados dice: LA CASONA.
Se acercan a los barrotes con mucho cuidado y observan hacia el fondo. Como a unos cien metros está la casa. Pueden distinguir un poco sus paredes blancas, porque está en una especie de declive que la oculta por lo menos hasta sólo dejar ver el techo desde donde están.
No se nota movimiento en su interior. Ni una sola luz. Ni el simple ladrido de un perro. Pero, aunque existiera dicho animal, amarrado, o suelto, en el patio de aquella casa, no lo escucharían. Otro relámpago y su lejano trueno a lo lejos. 
Ambos vuelven la mirada hacia arriba, hacia la calle por donde han llegado hasta allí, porque parecen escuchar algo. Algo que gruñe.
Sin pensarlo dos veces, buscan por dónde meterse en la propiedad y lo encuentran al final del portón. Después de la columna de piedra que sostiene el arco están los hilos de alambre de púas y como lo han hecho para salir de su casa, los separan y entra primero uno y luego el otro, casi arrastrándose por debajo y hechos una verdadera sopa.
Entran y sin ver atrás toman el camino de piedras hecho para automóviles que conduce hasta el patio de la casa. Corren de nuevo esperando encontrar por lo menos una mínima seguridad bajo el techo de aquella casa.

***
Hugh Montalvo, después de descender durante más de media hora, por aquel camino liso y relleno de piedras aquí y allá, llegó hasta un muro de piedras.
Los muros de piedras, en Honduras, se pueden encontrar en infinidad de pueblos tierra adentro. Antes de que apareciera el alambre para cercar, a finales de los años sesenta, por lo menos en estos lados, todas las personas mandaban a construir cercos de piedra. Son pequeñas murallas chinas alrededor de viejas propiedades y aunque en la mayoría de los casos los dueños de las tierras que pretendían señalar han desaparecido, los muros siguen en pie. Lo que demuestra una vez más lo efímeras que son nuestras esperanzas de vivir mucho tiempo para disfrutar lo que se posee. Una quimera.
Hasta uno de aquellos viejos muros de piedra llegó aquel hombre. En su trayecto de descenso, le pareció escuchar, a lo lejos, el canto de un gallo. Pero no estaba seguro. Se detuvo, entonces, enfrente del muro y ayudado por la tenue luz de la luna que por fin había aparecido detrás de unas nubes tardías de lluvia vio que del otro lado del muro estaba la carretera. Era una carretera de color marrón, con huellas profundas en algunos lugares.
Apoyando ambas manos en la cima del muro que sólo medía un metro de altura tomó impulso ayudado por ambos brazos y pronto estuvo del otro lado. Sobre la carretera.
El suelo estaba, en efecto, hecho un completo desastre. Puro lodo. Pero eso a él no le importaba. Ya no. Avanzó siempre hacia donde lo llevara la carretera.
Pronto, a pesar de la oscuridad, y aunque le eran indiferentes, empezaron a aparecer viviendas detrás de sus propios muros de piedra. Eran casas pequeñas, parecidas a aquellas que había utilizado para echarse una siesta hacia unas cuantas horas atrás. Todas parecían hechas de la misma madera. Y también tenían el mismo tipo de puerta, hechas de tablas.
Cruzó, entonces, sin abandonar la calle principal, frente a muchas casas de aquellas que parecían tan abandonadas como la del descanso.
Y como siempre se llega a algún lugar cuando se avanza, Hugh llegó ante la fachada de un alto y viejo edificio blanco. Aunque más que blanco parecía gris a aquellas horas de la madrugada. Se trataba de una iglesia católica, y esto se notaba a leguas por su típica fachada de paredes alargadas hacia arriba como los cuadros del Greco, siempre tratando de alcanzar las alturas. Una vieja y oxidada campana reposaba silenciosa en la única torre de aquel edificio y parecía un mudo testigo de tiempos mejores.
La misma fuerza invisible que lo había atraído hasta allí, llevó al hombre hacia la parte trasera del edificio donde se abría una pequeña puerta. Espacio que está destinado para la entrada de los sacerdotes, sacristanes y demás personas que buscan acercarse de manera más personal a la iglesia.
Todo parece detenido en ese lugar: las hierbas, demasiado crecidas, el cielo brumoso, los altos árboles que rodean el pueblo, parecen guardias inmensos que resguardan.
Hugh Montalvo, o lo que fuera en algún tiempo, llegó a la puerta carcomida por el tiempo y los elementos y empujó sin detenerse a mirar a su alrededor. Su mente, y lo que queda de su espíritu está muy lejos de interesarse por nada.
Empuja la puerta, y ésta se abre produciendo ese sonido característico de las puertas viejas y que hace mucho, mucho tiempo no se han abierto. Entra.
Y aquí, por lo menos, por el momento, y para esta historia, sale del escenario.

***
Cuando Fayre y Lowell Montalvo Márquez emprenden la carrera hacia lo que suponen es su salvación, no tienen en cuenta varios factores importantes del suelo por el que pisan. En primer lugar, es duro, más que la carretera por la que han corrido hasta el momento como locos, en segundo lugar, desde hace más de tres años nadie le ha dado mantenimiento y tercero hay un pozo subterráneo que en algún tiempo los primeros dueños de la propiedad cavaron a una profundidad de 30 metros y que ha estado olvidado por mucho, mucho tiempo. Dicho pozo, llamado malacate, por los hondureños, cuando se construyó la calzada que lleva a los vehículos hasta la casa, quedó justo en medio y para no taparlo, por si en algún momento de escasez se requería del vital líquido, se le construyo una tapadera del mismo material de la carretera y fue dejado a ras para que no estorbara el paso.
Desde la última vez que los dueños de La Casona, estuvieron allí, han pasado tres años y algunos días y el encargado de su cuidado apenas se ha fijado que la tapadera del pozo se ha fracturado debido al tiempo y que sólo basta un pequeño peso para que se termine de hundir.
Ese peso, sin saberlo, y quizás porque así actúa Dios, será, dentro de unos segundos, proporcionado por los dos niños que corren.
Cuando llevan más o menos unos diez metros de distancia entre el portón y la calzada a Fayre se le ocurre girar la cabeza, justo cuando un relámpago ilumina todo.
Como todo niño pequeño, Fayre tiene conceptos absurdos acerca de los que son los monstruos. Los monstruos según Disney, los monstruos según las caricaturas de la Warner, los monstruos según las películas de horror que a su edad ha logrado ver, todo eso está en su imaginario mental. Pero esas imágenes no la prepararon nunca para lo que, en aquel momento, sus ojos vieron a escasos metros.
Apoyando unas patas parecidas a las de un perro, con un cuerpo curiosamente muy largo, y parado, como se paran los perros en sus patas traseras, con la cabeza también parecida a la de un león por su larga melena, y de un color profundamente blanco y de ojos rojos estaba un ser que le heló la sangre aún más de la que ya la tenía. Sintió un calambre recorrer su cabeza y de inmediato indicios de una posible calentura estableciéndose en su pecho.
Aquel animal era un monstruo, pero de verdad. Los miraba a ellos con unos ojos rojos llenos de inteligencia humana y lo peor, cuando el relámpago se estaba apagando vio cómo se metía entre los barrotes con su cuerpo alargado, tan parecido al de las serpientes. Venía por ellos.
Cuando iba a gritar, o a detenerse, porque de manera total las fuerzas finales se le habían agotado sintió que el mundo se hundía bajo sus pies. El grito quedó ahogado en su garganta y en su lugar comenzó la angustia tantas veces soñada de ir cayendo por una pendiente y querer asirse de algo y no poder.
Algo se había roto bajo sus pies, y tomada aún a las manos de su hermano descendía en una veloz y escalofriante oscuridad. Oscuridad más profunda que la que les había rodeado hasta ahora.
Y cuando creyó que ya no iba a dejar de caer sintió todo el cuerpo hundirse en el líquido acumulado allí por años. Se sumergieron de lleno y parecía que nunca iba a dejar de bajar. El líquido donde cayeron comenzó a entrar por la boca, por la nariz, por todos lados.
Su hermano comenzó a patalear junto a ella. Le hubiera gustado decirle que dejara de hacer aquello pues se le estaba soltando de la mano.
En algún momento dejó de hundirse y comenzó a buscar, con desesperación, el aire para sus pulmones. Agitó las piernas y la mano libre como lo estaba haciendo su hermano y comenzaron a subir.