jueves, 28 de julio de 2016

Capítulo 8





Después de salir de la carrera de derecho, a los veintitrés años, Oliver Pavón, se especializó en criminología. Una especialidad que le llevó dos años más, pero que lo satisfizo enormemente. Y después de comprobar que no le gustaba estar sentado todo un día atendiendo cuestiones legales de tipo firma y sello, decidió, porque le apasionaba y le subía la adrenalina haciéndolo sentirse vivo, hacerse detective. A los veintiséis, después de un año intensivo de preparación y porque en él ya existía la semilla, se convirtió en detective privado con especialidad en crímenes.
Colocó una anunció en el periódico, en algunas revistas de circulación semanal, y en un canal de televisión de segundo orden y los casos comenzaron a llegar. Su oficina, porque tenía una como todos los detectives, y hasta con secretaria. No le iba mal, porque tenía, y lo había descubierto a tiempo, todas las características que debe tener un buen detective. Era observador, poseía una percepción muy aguda y podía ver cosas, detalles que otros no veían en las escenas del crimen. Era curioso y le gustaba indagar hasta el último detalle de las cuestiones que se le presentaban. Sabía usar la tecnología, y podía permitírsela, de punta en cuanto a localizadores, GPS, videos, rastreadores vía satélite.
Pero, sobre todo, tenía lo más importante: intuición. Un detective sin intuición es como un topo en medio de una autopista. Y él poseía una muy marcada que le indicaba, al igual que la observación y la curiosidad, elementos en la escena que otros no veían. No era un Sherlock Holmes, pero se llegaba a parecer a Philip Marlowe, al menos en lo de las corazonadas. Con su intuición había logrado resolver los primeros casos que son siempre los más difíciles en la vida profesional de un detective porque marcan la pauta de los futuros trabajos y, además, los clientes comienzan aquello del boca a boca en cuanto a la efectividad.
No era vago en el sentido de no dejar para mañana lo que podía hacer hoy. Así que en cuanto recibió la llamada de la señora Montalvo, se había puesto en camino hacia el lugar de los hechos. En el camino, como siempre fue recabando información gracias a su secretaría. Se puso el manos libres y empezó a preguntarle por los miembros de la familia que estaban involucrados en lo sucedido. Su secretaría, desde la oficina y con computadora y conexión a internet en mano comenzó a mencionar detalles como ocupaciones, escuelas, trabajos, premios, lo que fuera que habían recibido los miembros de la familia y como casi todo está allí, ahora, en menos de diez minutos tenía un cuadro esencial del doctor y la arquitecta.
Hugh Montalvo, le informó su secretaría, era hijo único, tenía treinta años cumplidos, se había graduado de una prestigiosa institución privada, y luego había entrado en la facultad de medicina donde en menos del tiempo estipulado había coronado sus estudios de medicina, y en dos años más sacado una especialidad. Y a pesar de haberse casado muy joven, de veintidós años, había logrado mantener a su familia con solvencia gracias a una herencia familiar. Había sido, pensó Oliver, un niño prodigio.
En cuanto a Adabella Márquez, se había casado con Hugh Montalvo apenas iniciando su carrera de arquitectura, la cual terminó cinco años después y la que no ejercía por dedicar todo su tiempo a se ama de casa y a la crianza de los hijos.
Con respecto a los hijos apenas supo que la niña tenía siete años y el niño ocho. Pero nada más. Por lo visto, los pequeños no habían entrado al mundo de las redes sociales aún, o por lo menos era información clasificada.
Del Álamo, su secretaría le dijo:
“En el kilómetro cinco vas a encontrar una caseta de la policía, allí, a la izquierda está el desvío. Cuando lo tomes te vas a encontrar con dos calles, una, que va hacia arriba, es la que tomarás, va para el Ocotal, pero pasa justo en el borde del Álamo que es donde está la casa de la familia Montalvo Márquez. Está a tu izquierda. Verás los autos de la policía y quizás muchas personas allí”.
Y así había sido. Cuando asomó, unos cinco minutos después de haber tomado la calle que iba hacia El Ocotal, había tres autos de la policía, pero aún no estaba el del forense. Buena señal. Eso significaba que la escena del crimen aún estaba intacta, o por lo menos no habían levantado el cuerpo. Además de los autos policiales, había un auto particular y varias personas, quizás transeúntes que se habían detenido a contemplar lo que sucedía.
Dejó su camioneta a unos diez metros de uno de los autos policiales, y andando con su característico caminar: lleno de confianza y vestido como a él le gustaba de paisano: unos zapatos con punta de acero, suelas de tractor, pantalones vaqueros y camisa de manga corta metida en los pantalones. Sobre la camisa llevaba un chaleco de color caqui con cuatro bolsas repletas de objetos, tales como una libreta, el móvil, lápices, una brújula, un estuche con pinceles y polvo para huellas, bolsitas de plástico con cierres herméticos, guantes de goma y una lupa retráctil. Su equipo de detective. Nunca, hasta el momento, se había arrepentido de cargar todo aquel material. Algo de eso siempre se utilizaba. Además, metida en la sobaquera, colgada el 9 mm con sus quince cartuchos en el cargador.
Había llegado minutos antes de que llegarán los bomberos, y muchos más antes de que llegaran los forenses. Casi siempre era lo mismo: el tiempo no era importante para los encargados de la ley. Y las excusas, si les preguntaban, eran las mismas: el tráfico, el almuerzo… y cosas similares. Nunca el deber antes que lo personal, o las excusas. Bien por él, porque eso le daba tiempo de recabar información.
Los policías, en aquel momento estaban colocando la cinta amarilla de NO PASAR y él se acercó a ellos con su famosa sonrisa, su placa de investigador privado y como siempre tuvo que discutir antes de que le permitieran pasar.
—Lo siento, abandone la escena –le dijo uno de los que estaba tendiendo la cinta.
—¿Miró la placa que estoy portando? –preguntó Oliver.
El policía volvió a echarle un ojo a la placa y notó ese pequeño detalle que sólo la placa de Oliver en todo el país tenía. Se trataba de un pequeño escudo de la república donde había un número y una frase: Permiso Absoluto.
Siempre que miraba eso, Oliver, sonreí al recordar cómo era que había obtenido aquello. Un trabajito para el jefe de las Fuerzas Armadas, nada más y nada menos.
El policía miró a Oliver y después hacia donde estaba uno de sus compañeros.
—Mira esto –le dijo al otro.
El otro que estaba amarrando la cinta a uno de los hierros de la reja de la ventana se volvió con cara de no querer ser molestado y dijo:
—¿Qué pasa?
—Aquí este civilón, que trae una placa muy rara.
—A ver –dijo el otro que tenía una barra más sobre el hombro.
Se acercó al policía y al civilón y tomó la placa que Oliver le tendía. La miró, miró a Oliver y después le hizo un gesto al otro policía con la mano como diciéndole: déjalo pasar.
Siempre era lo mismo.
Así había entrado a la casa cuya puerta principal había sido abierta con violencia, como si después ellos se fueran a encargar de la reparación. En el interior de la sala estaba un policía quien al verlo entrar le prestó nada de importancia. Si lo habían dejado pasar desde el primer nivel no había problema.
Lo primero que había notado al penetrar en la casa había sido un cierto olor. Se trataba de un olor apenas perceptible, como de fiera encerrada. Ese mismo olor, él no lo sabía, claro, era el que había percibido la tarde del día anterior Hugh Montalvo. Se trataba de un olor muy sutil. Como el del cubil de una fiera, pero se veía desplazado por el olor a encierro y humedad.
Apenas había entrado en la propiedad de la familia Montalvo, Oliver había agudizado todos los sentidos, y había empezado a captarlo todo. Se preguntó en primer lugar si el portón lo habían encontrado abierto los primeros que llegaron, o no. luego se enteraría que lo habían encontrado abierto los Cáceres Wélchez, los que habían entrado al ver el humo saliendo del piso superior. Luego se preguntó si los policías habían notado, las casi imperceptibles, huellas de cuatro piececitos descalzos sobre el piso.
Subió las gradas tomando el cuidado de no posarse sobre las enormes huellas ocres que bajaban sobre los escalones. Allí estaba el segundo gran indicio que debía tener en cuenta. Llegó hasta el segundo piso y se encaró con cuatro personas que ya habían comenzado, como no a contaminar la escena del crimen: dos policías, un fotógrafo y un periodista. Los cuatro se volvieron a mirarlo.
—¿Y usted quién es? –Preguntó, ahora, otro policía— ¿Qué hace aquí?
Y de nuevo a empezar con lo de la placa. Después de eso, Oliver se dedicó a observar toda la escena. Entró a la habitación, tomó imágenes mentales de todo, luego salió al pasillo, fue a la habitación de los niños y como sucedía siempre, comprendió la situación.
Oliver, como ya dijimos, poseía muchas características que lo hacían único como detective, pero, además, la intuición era como un pálpito terrible que comenzaba, cuando comenzaba, a empujarlo con la adrenalina hacia adelante.
Comprendió, de un solo vistazo, lo sucedido.
Oliver, unió las huellas descalzas de los niños, Fayre y Lowell, como le había dicho su secretaría, siete y ocho años cada uno. Los niños al ver como su padre asesinaba a su madre, habían corrido por su vida.
De inmediato, porque en aquellos casos, siempre era de vida o muerte, Oliver bajó las gradas y siguiendo las huellas, seguido por el periodista, llegó hasta donde lo llevaban éstas que era a un cuartito donde había una lavadora enorme y una puerta abierta.
Las huellas de Hugh Montalvo, estaba seguro, eran aquellas que salín por la puerta y se perdían allá sobre el bosquecillo detrás de la casa.
El periodista se le acercó y compartieron informaciones. El periodista le dijo que el policía, que en tiempos pasados había sido asistente de los forenses había determinado que la muerte había ocurrido casi a las diez de la noche. Y él le había compartido que habían salido por allí y que los dos niños iban huyendo.
De inmediato, sin esperar más información y con la adrenalina a tope, el detective se lanzó en la búsqueda de lo que hubiera de encontrar. Habían pasado más de quince horas si el policía había tenido razón. Demasiado tiempo para que dos niños pequeños pudieran sobrevivir solos en medio de la oscuridad, bajo la lluvia y perseguidos por un psicópata.
Los motivos por los cuales había sucedido todo aquello no eran importantes, por lo menos no tenía por qué preocuparse por ello ahora. Ahora lo importante era encontrar otro indicio. Un indicio que le dijera que los niños estaban bien.

***
Oliver se encontró de pronto, en el lugar donde la tierra se volvía roja y era el final del claro en forma de punta de flecha que de forma natural se encontraba en medio del bosque, a unos quinientos metros de la casa. Y a pesar de que la tormenta había borrado, casi por completo las posibles huellas de los niños y del adulto que habían pasado por allí, se detuvo justo, sin saberlo donde ellos mismos se habían detenido.
Y se detuvo porque vio el cambio en el color de la tierra. Era como si alguien hubiera pasado por allí una especie de brocha universal cubierta de un color distinto al común. Aquella tierra era roja, casi parecida a la sangre. Y con el sol de la mañana se había endurecido un poco, pero no podía ocultarse algunas huellas que habían sido recientes sobre aquella superficie.
Se agachó y sacó la lupa retráctil que llevaba en una de las enormes bolsas del chaleco y la coloco sobre lo que le pareció tenía forma de huella. En realidad, sólo se trataba de un hueco pequeño parecido más a la marca que podría dejar un cuchillo sobre una barra de margarina. Pero allí estaba y la enfocó con su campo de visión y con la lupa.
Tocó con la punta de un dedo la tierra, aún estaba húmeda y se hundió un poco. Allí, parecía abrirse un camino que continuaba internándose entre los robles, los encinos y los pinos. Pero parecía un suelo muy liso debido a la calidad de aquella tierra.
Las huellas, parecían repetirse a intervalos de medio metro. Eso quería decir que quien había pasado por allí lo había hecho a grandes zancadas. Pero, y esto era lo curioso, no había señales de pies pequeños. Parecía que allí se terminaba todo para los niños. Pero ¿No podían haberse desvanecido? A menos que…
Pero no, allí no había signos de violencia, ni siquiera un rasguño sobre las hojas de los árboles, o grama fuera de lugar.
Miró hacia izquierda y luego hacia la derecha. Allí, a la izquierda había un par de rocas altas. Se incorporó y sin apartar la vista del suelo, fue hasta las rocas. Allí no había indicios. Dio la vuelta y sin detenerse donde se había detenido antes, y mirando hacia el suelo llegó hasta el otro extremo. Allí lo que había era un viejo roble. Viejo y grueso. Debería de tener sus buenos años de vida y por lo visto seguiría creciendo allí tan alejado de las hachas de los leñadores.
Miró hacia el suelo y vio un indicio. La emoción volvió encenderse en su interior. Se agacho y vio los hilos prendidos a lo que en algún momento fue una rama y ahora era un simple muñón. Uno de los niños se había enredado, quizás corriendo, o simplemente escondiéndose detrás de aquel grueso tronco y había dejado aquel pedacito de su pijama. Porque estaba seguro, también que los niños habían salido envueltos en sus pijamas. Cuando se trata de salvar la vida no hay tiempo para ponerse el mejor traje.
Buscó un poco más allí y no vio nada más.
Regresó al punto inicial.
Tenía que tomar una decisión. Hacia el frente el que parecía un camino recorrido desde hacía mucho tiempo atrás, rojizo parecía lo más plausible. Pero hacia allá sólo había notado unas huellas. ¿Y si el hombre había cargado con los dos niños al encontrarlos detrás de aquel roble? ¿Y si con ellos cargados se había metido en aquel sendero para acabar con sus breves vidas un poco más allá?
No lo pensó más y teniendo mucho cuidado para no pisar las huellas avanzó hacia adelante, pisando la tierra roja y resbaladiza. Eran las dos de la tarde del sábado. Quince horas después de que por ese mismo lugar Hugh Montalvo se adentrara con la lluvia cubriéndolo por completo.

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