jueves, 28 de julio de 2016

Capítulo 4





A las nueve y quince minutos de la noche, y por motivos que la naturaleza sólo ella entiende, hubo un breve lapsus en la intensidad de la lluvia y el ruido sobre la casa disminuyó hasta convertirse en una especie de rumor. Un rumor que penetró en el cerebro dormido de Hugh Montalvo.
Dicen los especialistas en esto del sueño que hay cuatro estados de la conciencia. La primera es el estado Beta, en el cual el ser humano está totalmente despierto y puede realizar con toda consciencia un sinnúmero de actividades, luego viene el nivel Alfa que es cuando estamos relajados, ensueño se le llama a esto, el tercer nivel ya es el sueño ligero llamado Theta y por último el nivel Delta que es el sueño profundo. En este último nivel estamos sumidos en la conciencia, y es muy difícil salir de él de manera normal si no es gracias a un gran esfuerzo o porque la consciencia así lo quiere. Y también dicen, estos especialistas que una persona puede caer en el estado más profundo si las condiciones son las adecuadas. Y entre esas condiciones estaban, un clima adecuado, un sonido adecuado, una temperatura adecuada y todo eso se juntó en aquel momento.
Nunca, antes, Hugh había caído en el estado Delta con tanta profundidad como aquella noche lo hizo, y lastimosamente no fue para buen provecho de nadie.
Hugh, cuando la lluvia se volvió un susurro muy suave, se sumergió profundamente en el nivel Delta. Su conciencia se metió tanto en su cerebro que llegó a encontrase con los recuerdos más escondidos en su interior. Estos recuerdos, muchos de ellos reprimidos con objetos destruidos, se agrupaban de manera desordenada en esos espacios incomprensibles e inmateriales de la memoria, pero allí estaban y querían ser activados de nuevo.
Y se activaron.
Hugh Montalvo entró en el reino de la locura de una manera relajada y tranquila. Los recuerdos reprimidos se alzaron en su conciencia y se apoderaron de ella por completo, hasta dominarlo todo. Y aunque la mayoría de personas que se han vuelto locas ha sido por una fuerte impresión, él fue todo lo contrario, fue el relajamiento de la conciencia lo que lo volvió loco y tanta represión oculta alrededor de ella.
Quizás, y sólo quizás, si aquella noche no se hubiera sentido herido por su esposa, aquello no hubiera sucedido. Y todo lo que siguió a continuación hubiera sido evitado.

***
Adabella se levantó para ir a orinar un par de minutos antes de que su esposo entrara en el reino de la locura. Salió al pasillo y enfiló rumbo al baño con una vela encendida y despacio para que el aire al moverse no apagara la llama. Conocía muy bien la casa y sabía dónde exactamente se encontraba la puerta del baño y hacia allá fue con paso presuroso, pero con mucho cuidado. Iba metida en su bata de dormir y con pantuflas acolchadas. La tormenta parecía haber disminuido un poco y eso era agradable porque, como a su hijo, tampoco a ella le gustaban mucho los truenos y relámpagos.
Entró al baño y orinó despacio experimentando el placer de vaciar la vejiga y el aire frío de la ventanita del retrete que estaba a un metro de su cabeza.
Pensaba en su vida, en lo feliz que había creído ser al principio de su matrimonio y luego los niños, uno naciendo después del otro, un año de diferencia. Sí, había creído que eso era la felicidad total. La felicidad completa, el éxtasis de la vida. Pero después había despertado a la realidad: los hijos le daban satisfacciones, pero su esposo sólo dolores de cabeza. Y esas satisfacciones tenían el rostro de la pequeña Fayre. Fayre era como un ángel comparada con Lowell que, aunque era su hijo, y también lo amaba, era más parecido a su padre que a ella misma.
Terminó de orinar y el rumor del viento sobre el asbesto la reconfortó. Debían de ser las diez de la noche si su reloj interno no la engañaba. Se limpió y salió del retrete con la vela en las manos. De camino a la habitación se asomó al dormitorio de Fayre, recordó que los dos niños estaban en la misma habitación y esa idea la reconfortó mucho.
Allí estaban los dos, Fayre sobre su cama y Lowell en el colchón en el suelo justo a la par de la cama de su hermana. Ambos dormían profundamente.
“Qué vida la de los niños –pensó—: sin preocupaciones ni pesares”
Escuchó un trueno a lo lejos y como si se tratara de una llave inmensa que alguien cerrara un momento para abrir luego, la tormenta regresó, al parecer, con un mayor ímpetu. El techo tronó y no paró de tronar hasta las tres de la madrugada. Pero para entonces, ella, ya no estaba presente.
Cuando iba a darse la vuelta para seguir hacia su habitación, fue cuando lo presintió.

***
Adabella Márquez era la hija menor de cinco hermanos. Ella era la única hembra de toda la familia y sus hermanos siempre la habían protegido, o más bien, cuidado como decía su madre.
Desde pequeña, como Fayre, pero ella moriría sin saberlo, poseía un don, como todos los nacidos en momentos místicos del año. Su don consistía en presentir las cosas. También, como en su hija, ese don era inconsciente y sucedía apenas un par de segundos antes de las cosas pasaran. Dicho don, o maldición si se le quería juzgar de alguna manera, funcionaba como funcionan los relojes: todo el tiempo y con una mano invisible que le da cuerda. Sus primera manifestaciones, como sucedía con la mayoría de cosas de ese tipo, había ocurrido después de la primera menstruación. Y había ocurrido segundos antes de que su madre muriera.
Ella, a los trece años, edad en la cual la vida aun parece tan completa y vasta, creía que su madre, como sus hermanos, y su propio padre, serían eternos. Y cuando, segundos antes de saberlo con certeza de que su madre había muerto, tuvo la conciencia previa de que eso había sucedido. En la iglesia, en el colegio, en las noticias, en todos lados había gente dispuesta a decirle que desde el momento en que nacemos sabemos que vamos a morir, pero no lo preparan para el momento de la muerte de un ser querido. Así que cuando su madre murió, lo supo con cinco segundos de antelación. Ese no es tiempo suficiente como para poder decirle a alguien amado, adiós, pero si como para tomar conciencia de la propia mortalidad.
Corrió a la habitación de su madre con la certeza de la muerte, y cuando llegó ante ella ya estaba muerta. Fue un fin de año, que es cuando parece suceder todas las cosas de ese tipo y fue consciente de que ella también moriría un día. Porque todos los repiten con insistencia día a día de que se van a morir, pero no lo dicen con sinceridad. Es como un juego, como si uno fuera a ser eterno y los demás no. Pero aquella madrugada, en la cual su madre murió, lo recordaba bien, había sido a las tres y veintidós de la madrugada de un viernes, ella lo había sentido cinco segundos antes y también, como hacía unos minutos, había salido del baño y por eso le fue facial llegar corriendo al lecho de su madre.
Ahora, mientras se daba la vuelta para regresar a la habitación que compartía con el padre de aquellos niños que acababa de mirar como dos angelitos dormidos, lo presintió: iba a morir en menos de cinco segundos.

***
Hugh Montalvo se levantó del sofá donde la locura le acaeció. Pero el hombre que se había sentado a reflexionar no era el mismo que se estaba levantando en aquel momento como un sonámbulo debe de levantarse sin consciencia de que lo está haciendo.
Se levantó y estuvo un par de minutos de pie en medio de la oscuridad, sin ser consciente de la misma, quizás decidiendo qué hacer y a dónde hacerlo. Pero el tiempo es una noción que solo existe en la conciencia de los hombres y el ya no lo era. Así que con paso lento se dirigió a la cocina y fue directo al lugar donde el antiguo Hugh Montalvo tenía las herramientas.
Dicho lugar estaba ubicado detrás de un montón de cajas de madera, en un rincón de la habitación que llamaban la lavandería. Y aunque los locos no son conscientes de lo que hacen, si son capaces de llegar, como los borrachos, a los lugares más intrincados de un lugar. Hugh, con paso firme, pero lento, como un robot, llegó hasta el lugar exacto donde se guardaban las herramientas. Su objetivo era hacer desaparecer el motivo de su disgusto inicial: su mujer. Ella lo había herido llamándolo, en primer lugar, estúpido y en segundo lugar lo había amenazado con apartarle su ración de amor. Y todo eso, esas dos cosas, no las podía permitir. Tenía que deshacerse del motivo para que regresaran las causas. Y en el lugar de las herramientas había algunas que podían lograr ese objetivo.
Entró, entonces, rodeado de una completa oscuridad al cuarto de lavandería y se fue hacia el rincón donde apilados descansaban varias herramientas. Entre esas herramientas estaban: un azadón, una pala, una barra, un martillo, un machete y un hacha. Tomó el hacha y de inmediato se dio la vuelta para subir a apartar el motivo de su dolor.
Hugh Montalvo, hijo único de la familia Montalvo Herrera, nunca fue brillante durante sus tiempos escolares, y colegiales, pero cuando entró a la universidad se destacó en todas las materias y se graduó con honores. No, Hugh Montalvo no era ningún tonto, pero en el fondo, lastimosamente, guardaba un psicópata. Y sus padres bien pudieron descubrirlo cuando el niño, a la edad de nueve años, trató de ahorcar a un compañerito en el aula de un tercer grado, en una escuela pública que ahora no existía en el mismo lugar. Pero sus padres sólo lo cambiaron de escuela y trataron de olvidar el incidente. Veintiún años después lo recordarían, pero sería demasiado tarde.

***
La tormenta, que se había tomado un pequeño receso, volvió a la carga justo en el momento en el que un loco ponía un pie en la primera grada de diez con la intención de subir a eliminar un obstáculo en su supuesta felicidad y una madre se asomaba a la habitación de sus dos pequeños hijos. Y volvió a atronar con furia sobre el techo, los árboles y todo lo que estaba bajo su cauce. Regresó con sus relámpagos, truenos y golpeteos como si sólo se hubiera tomado un respiro en su prolongada precipitación.
Arriba, al final de los diez escalones, Adabella Márquez estaba comenzando a tener uno de sus famosos presentimientos.
Con paso lento y con la mano alrededor de la llama de la vela para que no se apagara su luz avanzó hacia la puerta de su habitación. Por las ventanas, y como si se tratara de un proyecto fantástico, de vez en cuando se asomaba la luz de los relámpagos en fogonazos intermitentes y el rugido del a tormenta se mezclaba con el estruendo de los truenos, creando en toda la casa ecos tan potentes que parecía, quien estaba en su interior, estar metido en un inmenso tambor.
Los niños, ambos al mismo tiempo, al escuchar el sonido fuerte de la tormenta retumbar sobre el mundo abrieron los ojos. Al principio no entendían dónde estaban y poco a poco fueron recordándolo. Tomaron consciencia de su situación y se movieron inquietos como acomodándose para volver a atrapar, con manos fuertes, el sueño.
Afuera de la habitación, Adabella apenas llevaba la mitad del trayecto hasta la puerta de su habitación recorrido cuando, con mayor intensidad, presintió su propia muerte. Era algo frío, algo duro, algo horrible, pero después de eso no quedaba nada. Eso fue lo que sintió en su consciencia.
Y cuando ya alcanzaba la puerta tan ansiada, aun protegiendo con la mano la llama de la vela para que no se extinguiese, lo presintió aún más. Alguien, o algo, aunque ya sabía quién estaba, subiendo las escaleras y venía por ella.
Volvió la mirada, con ese frío que se siente en la base de la columna subir y bajar en un mismo instante, hacia las gradas y vio su rostro acercándose, subiendo poco a poco, despacio como si sólo la cabeza flotara hacia ella. Era la cabeza de Hugh la que estaba allí, pero en sus ojos, abiertos desmesuradamente, se adivinaba otra persona, u otro ser dentro de él.
Adabella, siempre había pensado que conocía a su esposo, pero en aquel momento lo comprendió: nunca se llega a conocer a una persona por mucho que se conviva con ella. Hay rincones del ser humano que siempre estarán vedados a los ojos y a la intuición de los otros. En aquellos ojos, abiertos como platos, no estaba el Hugh que la había enamorado, que la había conquistado y que la había desposado apenas un año después de conocerla, ni siquiera estaba el Hugh que la estaba engañando. Por aquellos ojos como platos se estaba asomando algo que ella no conocía, pero que había contemplado en algún lugar.
Y su mente, veloz como un rayo, recordó en una milésima de segundo, una ocasión en la cual había ido por Fayre y Lowell a la escuela. Como todos los días, había acercado la camioneta a la acera del edificio escolar porque como siempre, llegaba tarde, y no había podido entrar al parqueo de la institución que, en aquel momento, como siempre, estaba completamente lleno. Y al acercarse al borde de la acera, ubicándose detrás de tres coches que, como ella, tenían puestas las intermitentes para avisarles a los transeúntes que, aunque estuvieran allí, era sólo por un momento, lo había visto.
Un hombre, desnudo casi por completo, apenas llevaba un pedazo de pantalón sucio y colgando de una cintura que en sus mejores tiempos debía de haber sido una cintura atlética, venía corriendo por la parte trasera de su vehículo, quizás a unos treinta metros aún de distancia de su auto. Venía corriendo y gritando. Y es que era un loco. Ella, como todos los autos allí estacionados con las luces intermitentes encendiéndose y apagándose, se movió de inmediato hacia el centro de la calle, asustada y presurosa.
El hombre, lo recordó, en aquella fracción de segundos, traía una enorme piedra en una mano, corría y parecía que alguien lo seguía y el pretendía huir a toda prisa mirando de vez en cuando hacia atrás. Pero lo que más la había asustado había sido su mirada. Sus ojos estaban abiertos hasta su máxima capacidad, tanto que parecían dos canicas blancas con un punto negro en el centro que iban a saltar en cualquier momento del rostro del hombre.
Esa mirada, esos ojos, esa expresión era la que se estaba pintando en aquel momento en el rostro de lo que un día fuera su esposo.
Y las alarmas internas de la mujer comenzaron a sonar de inmediato, y comprendió el presentimiento tenido segundos antes cuando vio, al ver aparecer casi sobre la última grada, en una mano de aquel hombre un hacha.

No hay comentarios:

Publicar un comentario