A las nueve y quince minutos de la noche, y por
motivos que la naturaleza sólo ella entiende, hubo un breve lapsus en la
intensidad de la lluvia y el ruido sobre la casa disminuyó hasta convertirse en
una especie de rumor. Un rumor que penetró en el cerebro dormido de Hugh
Montalvo.
Dicen los especialistas en esto del sueño que hay
cuatro estados de la conciencia. La primera es el estado Beta, en el cual el
ser humano está totalmente despierto y puede realizar con toda consciencia un
sinnúmero de actividades, luego viene el nivel Alfa que es cuando estamos
relajados, ensueño se le llama a esto, el tercer nivel ya es el sueño ligero
llamado Theta y por último el nivel Delta que es el sueño profundo. En este
último nivel estamos sumidos en la conciencia, y es muy difícil salir de él de
manera normal si no es gracias a un gran esfuerzo o porque la consciencia así
lo quiere. Y también dicen, estos especialistas que una persona puede caer en
el estado más profundo si las condiciones son las adecuadas. Y entre esas
condiciones estaban, un clima adecuado, un sonido adecuado, una temperatura
adecuada y todo eso se juntó en aquel momento.
Nunca, antes, Hugh había caído en el estado Delta
con tanta profundidad como aquella noche lo hizo, y lastimosamente no fue para
buen provecho de nadie.
Hugh, cuando la lluvia se volvió un susurro muy
suave, se sumergió profundamente en el nivel Delta. Su conciencia se metió tanto
en su cerebro que llegó a encontrase con los recuerdos más escondidos en su
interior. Estos recuerdos, muchos de ellos reprimidos con objetos destruidos,
se agrupaban de manera desordenada en esos espacios incomprensibles e
inmateriales de la memoria, pero allí estaban y querían ser activados de nuevo.
Y se activaron.
Hugh Montalvo entró en el reino de la locura de una
manera relajada y tranquila. Los recuerdos reprimidos se alzaron en su
conciencia y se apoderaron de ella por completo, hasta dominarlo todo. Y aunque
la mayoría de personas que se han vuelto locas ha sido por una fuerte
impresión, él fue todo lo contrario, fue el relajamiento de la conciencia lo
que lo volvió loco y tanta represión oculta alrededor de ella.
Quizás, y sólo quizás, si aquella noche no se
hubiera sentido herido por su esposa, aquello no hubiera sucedido. Y todo lo
que siguió a continuación hubiera sido evitado.
***
Adabella se levantó para ir a orinar un par de
minutos antes de que su esposo entrara en el reino de la locura. Salió al
pasillo y enfiló rumbo al baño con una vela encendida y despacio para que el
aire al moverse no apagara la llama. Conocía muy bien la casa y sabía dónde
exactamente se encontraba la puerta del baño y hacia allá fue con paso
presuroso, pero con mucho cuidado. Iba metida en su bata de dormir y con
pantuflas acolchadas. La tormenta parecía haber disminuido un poco y eso era
agradable porque, como a su hijo, tampoco a ella le gustaban mucho los truenos
y relámpagos.
Entró al baño y orinó despacio experimentando el
placer de vaciar la vejiga y el aire frío de la ventanita del retrete que
estaba a un metro de su cabeza.
Pensaba en su vida, en lo feliz que había creído
ser al principio de su matrimonio y luego los niños, uno naciendo después del
otro, un año de diferencia. Sí, había creído que eso era la felicidad total. La
felicidad completa, el éxtasis de la vida. Pero después había despertado a la
realidad: los hijos le daban satisfacciones, pero su esposo sólo dolores de
cabeza. Y esas satisfacciones tenían el rostro de la pequeña Fayre. Fayre era
como un ángel comparada con Lowell que, aunque era su hijo, y también lo amaba,
era más parecido a su padre que a ella misma.
Terminó de orinar y el rumor del viento sobre el
asbesto la reconfortó. Debían de ser las diez de la noche si su reloj interno
no la engañaba. Se limpió y salió del retrete con la vela en las manos. De
camino a la habitación se asomó al dormitorio de Fayre, recordó que los dos
niños estaban en la misma habitación y esa idea la reconfortó mucho.
Allí estaban los dos, Fayre sobre su cama y Lowell
en el colchón en el suelo justo a la par de la cama de su hermana. Ambos
dormían profundamente.
“Qué vida la de los niños –pensó—: sin
preocupaciones ni pesares”
Escuchó un trueno a lo lejos y como si se tratara
de una llave inmensa que alguien cerrara un momento para abrir luego, la
tormenta regresó, al parecer, con un mayor ímpetu. El techo tronó y no paró de
tronar hasta las tres de la madrugada. Pero para entonces, ella, ya no estaba
presente.
Cuando iba a darse la vuelta para seguir hacia su
habitación, fue cuando lo presintió.
***
Adabella Márquez era la hija menor de cinco
hermanos. Ella era la única hembra de toda la familia y sus hermanos siempre la
habían protegido, o más bien, cuidado como decía su madre.
Desde pequeña, como Fayre, pero ella moriría sin
saberlo, poseía un don, como todos los nacidos en momentos místicos del año. Su
don consistía en presentir las cosas. También, como en su hija, ese don era
inconsciente y sucedía apenas un par de segundos antes de las cosas pasaran.
Dicho don, o maldición si se le quería juzgar de alguna manera, funcionaba como
funcionan los relojes: todo el tiempo y con una mano invisible que le da
cuerda. Sus primera manifestaciones, como sucedía con la mayoría de cosas de
ese tipo, había ocurrido después de la primera menstruación. Y había ocurrido
segundos antes de que su madre muriera.
Ella, a los trece años, edad en la cual la vida aun
parece tan completa y vasta, creía que su madre, como sus hermanos, y su propio
padre, serían eternos. Y cuando, segundos antes de saberlo con certeza de que
su madre había muerto, tuvo la conciencia previa de que eso había sucedido. En
la iglesia, en el colegio, en las noticias, en todos lados había gente
dispuesta a decirle que desde el momento en que nacemos sabemos que vamos a
morir, pero no lo preparan para el momento de la muerte de un ser querido. Así
que cuando su madre murió, lo supo con cinco segundos de antelación. Ese no es
tiempo suficiente como para poder decirle a alguien amado, adiós, pero si como
para tomar conciencia de la propia mortalidad.
Corrió a la habitación de su madre con la certeza
de la muerte, y cuando llegó ante ella ya estaba muerta. Fue un fin de año, que
es cuando parece suceder todas las cosas de ese tipo y fue consciente de que
ella también moriría un día. Porque todos los repiten con insistencia día a día
de que se van a morir, pero no lo dicen con sinceridad. Es como un juego, como
si uno fuera a ser eterno y los demás no. Pero aquella madrugada, en la cual su
madre murió, lo recordaba bien, había sido a las tres y veintidós de la
madrugada de un viernes, ella lo había sentido cinco segundos antes y también,
como hacía unos minutos, había salido del baño y por eso le fue facial llegar
corriendo al lecho de su madre.
Ahora, mientras se daba la vuelta para regresar a
la habitación que compartía con el padre de aquellos niños que acababa de mirar
como dos angelitos dormidos, lo presintió: iba a morir en menos de cinco
segundos.
***
Hugh Montalvo se levantó del sofá donde la locura
le acaeció. Pero el hombre que se había sentado a reflexionar no era el mismo
que se estaba levantando en aquel momento como un sonámbulo debe de levantarse
sin consciencia de que lo está haciendo.
Se levantó y estuvo un par de minutos de pie en
medio de la oscuridad, sin ser consciente de la misma, quizás decidiendo qué
hacer y a dónde hacerlo. Pero el tiempo es una noción que solo existe en la
conciencia de los hombres y el ya no lo era. Así que con paso lento se dirigió
a la cocina y fue directo al lugar donde el antiguo Hugh Montalvo tenía las
herramientas.
Dicho lugar estaba ubicado detrás de un montón de
cajas de madera, en un rincón de la habitación que llamaban la lavandería. Y
aunque los locos no son conscientes de lo que hacen, si son capaces de llegar,
como los borrachos, a los lugares más intrincados de un lugar. Hugh, con paso
firme, pero lento, como un robot, llegó hasta el lugar exacto donde se
guardaban las herramientas. Su objetivo era hacer desaparecer el motivo de su
disgusto inicial: su mujer. Ella lo había herido llamándolo, en primer lugar,
estúpido y en segundo lugar lo había amenazado con apartarle su ración de amor.
Y todo eso, esas dos cosas, no las podía permitir. Tenía que deshacerse del
motivo para que regresaran las causas. Y en el lugar de las herramientas había
algunas que podían lograr ese objetivo.
Entró, entonces, rodeado de una completa oscuridad
al cuarto de lavandería y se fue hacia el rincón donde apilados descansaban
varias herramientas. Entre esas herramientas estaban: un azadón, una pala, una
barra, un martillo, un machete y un hacha. Tomó el hacha y de inmediato se dio
la vuelta para subir a apartar el motivo de su dolor.
Hugh Montalvo, hijo único de la familia Montalvo
Herrera, nunca fue brillante durante sus tiempos escolares, y colegiales, pero
cuando entró a la universidad se destacó en todas las materias y se graduó con
honores. No, Hugh Montalvo no era ningún tonto, pero en el fondo,
lastimosamente, guardaba un psicópata. Y sus padres bien pudieron descubrirlo
cuando el niño, a la edad de nueve años, trató de ahorcar a un compañerito en
el aula de un tercer grado, en una escuela pública que ahora no existía en el
mismo lugar. Pero sus padres sólo lo cambiaron de escuela y trataron de olvidar
el incidente. Veintiún años después lo recordarían, pero sería demasiado tarde.
***
La tormenta, que se había tomado un pequeño receso,
volvió a la carga justo en el momento en el que un loco ponía un pie en la
primera grada de diez con la intención de subir a eliminar un obstáculo en su
supuesta felicidad y una madre se asomaba a la habitación de sus dos pequeños
hijos. Y volvió a atronar con furia sobre el techo, los árboles y todo lo que
estaba bajo su cauce. Regresó con sus relámpagos, truenos y golpeteos como si
sólo se hubiera tomado un respiro en su prolongada precipitación.
Arriba, al final de los diez escalones, Adabella
Márquez estaba comenzando a tener uno de sus famosos presentimientos.
Con paso lento y con la mano alrededor de la llama
de la vela para que no se apagara su luz avanzó hacia la puerta de su
habitación. Por las ventanas, y como si se tratara de un proyecto fantástico,
de vez en cuando se asomaba la luz de los relámpagos en fogonazos intermitentes
y el rugido del a tormenta se mezclaba con el estruendo de los truenos, creando
en toda la casa ecos tan potentes que parecía, quien estaba en su interior,
estar metido en un inmenso tambor.
Los niños, ambos al mismo tiempo, al escuchar el
sonido fuerte de la tormenta retumbar sobre el mundo abrieron los ojos. Al
principio no entendían dónde estaban y poco a poco fueron recordándolo. Tomaron
consciencia de su situación y se movieron inquietos como acomodándose para
volver a atrapar, con manos fuertes, el sueño.
Afuera de la habitación, Adabella apenas llevaba la
mitad del trayecto hasta la puerta de su habitación recorrido cuando, con mayor
intensidad, presintió su propia muerte. Era algo frío, algo duro, algo
horrible, pero después de eso no quedaba nada. Eso fue lo que sintió en su
consciencia.
Y cuando ya alcanzaba la puerta tan ansiada, aun
protegiendo con la mano la llama de la vela para que no se extinguiese, lo
presintió aún más. Alguien, o algo, aunque ya sabía quién estaba, subiendo las
escaleras y venía por ella.
Volvió la mirada, con ese frío que se siente en la
base de la columna subir y bajar en un mismo instante, hacia las gradas y vio
su rostro acercándose, subiendo poco a poco, despacio como si sólo la cabeza
flotara hacia ella. Era la cabeza de Hugh la que estaba allí, pero en sus ojos,
abiertos desmesuradamente, se adivinaba otra persona, u otro ser dentro de él.
Adabella, siempre había pensado que conocía a su
esposo, pero en aquel momento lo comprendió: nunca se llega a conocer a una
persona por mucho que se conviva con ella. Hay rincones del ser humano que
siempre estarán vedados a los ojos y a la intuición de los otros. En aquellos
ojos, abiertos como platos, no estaba el Hugh que la había enamorado, que la
había conquistado y que la había desposado apenas un año después de conocerla,
ni siquiera estaba el Hugh que la estaba engañando. Por aquellos ojos como
platos se estaba asomando algo que ella no conocía, pero que había contemplado
en algún lugar.
Y su mente, veloz como un rayo, recordó en una
milésima de segundo, una ocasión en la cual había ido por Fayre y Lowell a la
escuela. Como todos los días, había acercado la camioneta a la acera del
edificio escolar porque como siempre, llegaba tarde, y no había podido entrar
al parqueo de la institución que, en aquel momento, como siempre, estaba
completamente lleno. Y al acercarse al borde de la acera, ubicándose detrás de
tres coches que, como ella, tenían puestas las intermitentes para avisarles a
los transeúntes que, aunque estuvieran allí, era sólo por un momento, lo había
visto.
Un hombre, desnudo casi por completo, apenas
llevaba un pedazo de pantalón sucio y colgando de una cintura que en sus
mejores tiempos debía de haber sido una cintura atlética, venía corriendo por
la parte trasera de su vehículo, quizás a unos treinta metros aún de distancia
de su auto. Venía corriendo y gritando. Y es que era un loco. Ella, como todos
los autos allí estacionados con las luces intermitentes encendiéndose y
apagándose, se movió de inmediato hacia el centro de la calle, asustada y
presurosa.
El hombre, lo recordó, en aquella fracción de
segundos, traía una enorme piedra en una mano, corría y parecía que alguien lo
seguía y el pretendía huir a toda prisa mirando de vez en cuando hacia atrás.
Pero lo que más la había asustado había sido su mirada. Sus ojos estaban
abiertos hasta su máxima capacidad, tanto que parecían dos canicas blancas con
un punto negro en el centro que iban a saltar en cualquier momento del rostro
del hombre.
Esa mirada, esos ojos, esa expresión era la que se
estaba pintando en aquel momento en el rostro de lo que un día fuera su esposo.
Y las alarmas internas de la mujer comenzaron a
sonar de inmediato, y comprendió el presentimiento tenido segundos antes cuando
vio, al ver aparecer casi sobre la última grada, en una mano de aquel hombre un
hacha.
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