jueves, 28 de julio de 2016

Capítulo 11





El pequeño Lowell le había preguntado a su pequeña hermana Fayre la hora. Cuando escucharon el gruñido del animal era la una y media de la madrugada del sábado y su padre, en aquel preciso momento dormía profundamente en una cabaña vieja y olvidada de la colina detrás de su casa de campo.
El rugido, parecido al emitido por un perro cuando protege su comida o amenaza a alguien en particular tenía algo característico: parecía venir de un lugar hueco y muy lejano. Como si el animal que lo estaba produciendo estuviera en el fondo de una cueva. Retumbaba, esa era la palabra adecuada para aquel sonido. Era como si el gruñido rebotara en muchas paredes profundas antes de llegar hasta los oídos de quien lo escuchaba. Pero, y esto era lo más tenebroso de todo, se escuchaba muy cercano. Como a dos, o tres metros de distancia de donde estaban sentados los dos niños.
Fayre y Lowell estaban sentados en el borde de la carretera, sobre esas laderas, a veces diminutas, que dejan las máquinas al remover la tierra. Sus pies sucios de lodo y sangre colgaban casi a ras del suelo. Detrás de ellos, a unos tres metros más o menos, un cerco de cinco filas de alambre separadas unas de otras uno treinta centímetros indicaban una propiedad privada y separaba de la calle.
El rugido parecía provenir de la negrura que se abría más allá de aquel cerco. Esa negrura era acentuada por la incansable tormenta y por la vegetación menuda que allí crecía, compuesta en su mayoría por matorrales pequeños. Dicho sonido era continuo y duró casi medio minuto para detenerse y volver a comenzar al instante.
Los niños se bajaron de inmediato de su improvisado asiento y presintiendo lo peor echaron a correr, olvidando el dolor de pies, tomados siempre de la mano en dirección al Ocotal.
No dijeron nada, ni siquiera se miraban por donde pisaban, corrían simplemente sintiendo el golpe de las gruesas gotas de lluvia sobre el rostro y en todo el cuerpo.
Corrían bajo la lluvia pisando fuerte y casi en el centro de la carretera. Si alguien hubiera pasado en ese preciso momento, hubiera creído, en efecto, que eran almas perdidas buscando algún consuelo en medio de la noche. Sus cuerpos fuertemente maltratados durante todas aquellas horas previas parecen haber tomado reservas de energía de algún lado, pero sus corazones cansados parecen a punto de reventar. Sienten sus latidos en la frente y en el pecho como si el corazón quisiera salir volando.
Corren durante muchos minutos y aunque les dan miedo los truenos y los relámpagos temen aún más por el dueño de aquel gruñido. Lowell vuelve a golpearse el mismo dedo gordo del pie, pero no tiene tiempo para quejarse. Sigue corriendo como un desesperado junto a su hermana, y no se suelta de la mano de esta que se cierra con mucha fuerza sobre la suya.
Y cuando al fin sienten que o se detienen o el corazón les va a estallar en el pecho o que el agudo dolor en la boca del estómago los va a matar, se detienen. Es Fayre la primera en hacerlo y luego Lowell. Se agachan, se acurrucan y tosen con fuerza sintiendo que, en vez de saliva, por la cavidad de su boca, es sangre la que circulan. Respiran con fuerza durante varios minutos, uno junto al otro y la lluvia no tiene piedad, sigue cayendo con furia y como diciéndoles que se apresuren, que sigan corriendo. Pero no pueden. No pueden. Así que se rinden.
Fayre mira con desesperación hacia atrás se imagina que, en cualquier momento, lo que sea que estaba gruñendo entre la oscuridad se va lanzar sobre ellos y que se los va a devorar. Se imagina un monstruo enorme con cabeza de perro, lobo o de dinosaurio. Es enorme, según su imaginación y se los va a tragar después de desgarrarlos como un perro desgarra un pedazo de carne. Pero no aparece nada detrás de ellos.
Cuando el aire, por fin, entra con bastante libertad en sus pulmones, Fayre nota que su hermano está llorando a voz en cuello y como sucede siempre, por contagio, ella también se pone a llorar. De pronto están los dos berreando como dos crías. Y es que son dos niños a los cuales no se les podría reprochar absolutamente nada.
Lloran durante largos minutos, pero al final callan, porque el llano no les va ayudar a sobrevivir. Se quedan en silencio, escuchando, sólo el rugido de la naturaleza a su alrededor. Pero también eso pasa. Fayre recuerda La Casona con su enorme arco encima y se pone de pie sacando fuerzas de lugares tan profundos que no puede entender. Le ayuda a Lowell a levantarse y ambos, siempre de la mano, siguen caminando. Esta vez despacio.
Nada los ataca, ni escuchan nada, pero están alertas con las miradas a cada momento yendo hacia atrás.
Fayre mira hacia su derecha tratando de distinguir algo. Recuerda que la casa estaba en ese lado de la carretera. Pero no distingue nada. Todo es bruma y oscuridad más allá de cinco metros de sus pies.
Se detiene y espera el auxilio de un relámpago. Cuando éste llega mira a toda prisa hacia un lado de la carretera. Y le parece descubrir una forma, pero está unos cuantos metros atrás, enfrente del camino que ya han recorrido. Se ha pasado del objetivo, por lo visto.
Toma la decisión de inmediato de regresar unos pasos. Siente la resistencia de su hermano en la mano que lo arrastra, pero al final cede.
Así pues, retroceden unos veinte metros hasta estar enfrente del enorme portón de hierro y el arco arriba que está segura dice La Casona. Se acercan, abandonando la calle y otro relámpago brilla. Sí en letras de hierro sobre un arco de madera que en ese momento chorrean agua por todos lados dice: LA CASONA.
Se acercan a los barrotes con mucho cuidado y observan hacia el fondo. Como a unos cien metros está la casa. Pueden distinguir un poco sus paredes blancas, porque está en una especie de declive que la oculta por lo menos hasta sólo dejar ver el techo desde donde están.
No se nota movimiento en su interior. Ni una sola luz. Ni el simple ladrido de un perro. Pero, aunque existiera dicho animal, amarrado, o suelto, en el patio de aquella casa, no lo escucharían. Otro relámpago y su lejano trueno a lo lejos. 
Ambos vuelven la mirada hacia arriba, hacia la calle por donde han llegado hasta allí, porque parecen escuchar algo. Algo que gruñe.
Sin pensarlo dos veces, buscan por dónde meterse en la propiedad y lo encuentran al final del portón. Después de la columna de piedra que sostiene el arco están los hilos de alambre de púas y como lo han hecho para salir de su casa, los separan y entra primero uno y luego el otro, casi arrastrándose por debajo y hechos una verdadera sopa.
Entran y sin ver atrás toman el camino de piedras hecho para automóviles que conduce hasta el patio de la casa. Corren de nuevo esperando encontrar por lo menos una mínima seguridad bajo el techo de aquella casa.

***
Hugh Montalvo, después de descender durante más de media hora, por aquel camino liso y relleno de piedras aquí y allá, llegó hasta un muro de piedras.
Los muros de piedras, en Honduras, se pueden encontrar en infinidad de pueblos tierra adentro. Antes de que apareciera el alambre para cercar, a finales de los años sesenta, por lo menos en estos lados, todas las personas mandaban a construir cercos de piedra. Son pequeñas murallas chinas alrededor de viejas propiedades y aunque en la mayoría de los casos los dueños de las tierras que pretendían señalar han desaparecido, los muros siguen en pie. Lo que demuestra una vez más lo efímeras que son nuestras esperanzas de vivir mucho tiempo para disfrutar lo que se posee. Una quimera.
Hasta uno de aquellos viejos muros de piedra llegó aquel hombre. En su trayecto de descenso, le pareció escuchar, a lo lejos, el canto de un gallo. Pero no estaba seguro. Se detuvo, entonces, enfrente del muro y ayudado por la tenue luz de la luna que por fin había aparecido detrás de unas nubes tardías de lluvia vio que del otro lado del muro estaba la carretera. Era una carretera de color marrón, con huellas profundas en algunos lugares.
Apoyando ambas manos en la cima del muro que sólo medía un metro de altura tomó impulso ayudado por ambos brazos y pronto estuvo del otro lado. Sobre la carretera.
El suelo estaba, en efecto, hecho un completo desastre. Puro lodo. Pero eso a él no le importaba. Ya no. Avanzó siempre hacia donde lo llevara la carretera.
Pronto, a pesar de la oscuridad, y aunque le eran indiferentes, empezaron a aparecer viviendas detrás de sus propios muros de piedra. Eran casas pequeñas, parecidas a aquellas que había utilizado para echarse una siesta hacia unas cuantas horas atrás. Todas parecían hechas de la misma madera. Y también tenían el mismo tipo de puerta, hechas de tablas.
Cruzó, entonces, sin abandonar la calle principal, frente a muchas casas de aquellas que parecían tan abandonadas como la del descanso.
Y como siempre se llega a algún lugar cuando se avanza, Hugh llegó ante la fachada de un alto y viejo edificio blanco. Aunque más que blanco parecía gris a aquellas horas de la madrugada. Se trataba de una iglesia católica, y esto se notaba a leguas por su típica fachada de paredes alargadas hacia arriba como los cuadros del Greco, siempre tratando de alcanzar las alturas. Una vieja y oxidada campana reposaba silenciosa en la única torre de aquel edificio y parecía un mudo testigo de tiempos mejores.
La misma fuerza invisible que lo había atraído hasta allí, llevó al hombre hacia la parte trasera del edificio donde se abría una pequeña puerta. Espacio que está destinado para la entrada de los sacerdotes, sacristanes y demás personas que buscan acercarse de manera más personal a la iglesia.
Todo parece detenido en ese lugar: las hierbas, demasiado crecidas, el cielo brumoso, los altos árboles que rodean el pueblo, parecen guardias inmensos que resguardan.
Hugh Montalvo, o lo que fuera en algún tiempo, llegó a la puerta carcomida por el tiempo y los elementos y empujó sin detenerse a mirar a su alrededor. Su mente, y lo que queda de su espíritu está muy lejos de interesarse por nada.
Empuja la puerta, y ésta se abre produciendo ese sonido característico de las puertas viejas y que hace mucho, mucho tiempo no se han abierto. Entra.
Y aquí, por lo menos, por el momento, y para esta historia, sale del escenario.

***
Cuando Fayre y Lowell Montalvo Márquez emprenden la carrera hacia lo que suponen es su salvación, no tienen en cuenta varios factores importantes del suelo por el que pisan. En primer lugar, es duro, más que la carretera por la que han corrido hasta el momento como locos, en segundo lugar, desde hace más de tres años nadie le ha dado mantenimiento y tercero hay un pozo subterráneo que en algún tiempo los primeros dueños de la propiedad cavaron a una profundidad de 30 metros y que ha estado olvidado por mucho, mucho tiempo. Dicho pozo, llamado malacate, por los hondureños, cuando se construyó la calzada que lleva a los vehículos hasta la casa, quedó justo en medio y para no taparlo, por si en algún momento de escasez se requería del vital líquido, se le construyo una tapadera del mismo material de la carretera y fue dejado a ras para que no estorbara el paso.
Desde la última vez que los dueños de La Casona, estuvieron allí, han pasado tres años y algunos días y el encargado de su cuidado apenas se ha fijado que la tapadera del pozo se ha fracturado debido al tiempo y que sólo basta un pequeño peso para que se termine de hundir.
Ese peso, sin saberlo, y quizás porque así actúa Dios, será, dentro de unos segundos, proporcionado por los dos niños que corren.
Cuando llevan más o menos unos diez metros de distancia entre el portón y la calzada a Fayre se le ocurre girar la cabeza, justo cuando un relámpago ilumina todo.
Como todo niño pequeño, Fayre tiene conceptos absurdos acerca de los que son los monstruos. Los monstruos según Disney, los monstruos según las caricaturas de la Warner, los monstruos según las películas de horror que a su edad ha logrado ver, todo eso está en su imaginario mental. Pero esas imágenes no la prepararon nunca para lo que, en aquel momento, sus ojos vieron a escasos metros.
Apoyando unas patas parecidas a las de un perro, con un cuerpo curiosamente muy largo, y parado, como se paran los perros en sus patas traseras, con la cabeza también parecida a la de un león por su larga melena, y de un color profundamente blanco y de ojos rojos estaba un ser que le heló la sangre aún más de la que ya la tenía. Sintió un calambre recorrer su cabeza y de inmediato indicios de una posible calentura estableciéndose en su pecho.
Aquel animal era un monstruo, pero de verdad. Los miraba a ellos con unos ojos rojos llenos de inteligencia humana y lo peor, cuando el relámpago se estaba apagando vio cómo se metía entre los barrotes con su cuerpo alargado, tan parecido al de las serpientes. Venía por ellos.
Cuando iba a gritar, o a detenerse, porque de manera total las fuerzas finales se le habían agotado sintió que el mundo se hundía bajo sus pies. El grito quedó ahogado en su garganta y en su lugar comenzó la angustia tantas veces soñada de ir cayendo por una pendiente y querer asirse de algo y no poder.
Algo se había roto bajo sus pies, y tomada aún a las manos de su hermano descendía en una veloz y escalofriante oscuridad. Oscuridad más profunda que la que les había rodeado hasta ahora.
Y cuando creyó que ya no iba a dejar de caer sintió todo el cuerpo hundirse en el líquido acumulado allí por años. Se sumergieron de lleno y parecía que nunca iba a dejar de bajar. El líquido donde cayeron comenzó a entrar por la boca, por la nariz, por todos lados.
Su hermano comenzó a patalear junto a ella. Le hubiera gustado decirle que dejara de hacer aquello pues se le estaba soltando de la mano.
En algún momento dejó de hundirse y comenzó a buscar, con desesperación, el aire para sus pulmones. Agitó las piernas y la mano libre como lo estaba haciendo su hermano y comenzaron a subir.

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