Hugh Montalvo, o lo que ahora era, entró en aquella vieja casa y el olor a
fiera encerrada se intensificó aún más. Era un tufo tan intenso que parecía
sólido y de inmediato se sintió en otro mundo.
Se trataba de una estancia de una sola pieza. El piso de tierra y el techo
era sostenido por grandes trozos de madera redonda sobre los cuales había una
especie de tabanco hecho con tablas similares a las que conformaban la puerta.
Todo estaba sumido a una oscuridad más intensa que la del exterior, pero los
ojos del hombre se adaptaron de inmediato a ella. Y comenzó a identificar, o al
menos a tener conciencia de su existencia, los objetos allí acumulados.
Él se había detenido a dos pasos de la entrada y desde allí, al frente
observó una especie de camastro de hierro sobre el cual había un colchón
delgado y cobijas pulcramente tendidas sobre su superficie. A la derecha, casi
al pie de la cama había un baúl de esos de tapa redonda y madera fina. Después,
del baúl una especie de mesita de tres patas y muchas velas sobre ella. Velas
nuevas y velas viejas. Un fogón teñido con tierra blanca en la esquina de aquel
lado y sobre una hornilla única y grande un caldero. Un caldero parecido a esos
que las brujas utilizan para hacer sus pócimas secretas.
Debajo del enorme fogón, había leña recién cortada, o por lo menos eso
parecía.
A la izquierda, y como si un lado de la estancia estuviera destinada a un
ser distinto había una especie de petate tirado en el suelo. Una paila de
plástico conteniendo agua y colgando del rincón una especie de cadena de esas
que se utilizan para sujetar perros. El olor, percibió Hugh, era más intenso
allí. Ese olor a fiera encerrada y aunque no era consciente de nada, por lo
menos el antiguo Hugh, sintió náuseas. Aún, su memoria profunda, donde se
guardaban las sensaciones, recordaba heridas infectadas con pus y sangre
podrida y ese olor era casi igual a ese que ahora percibía. Sólo que esté era
más intensificado.
Sintió una náusea fuertísima en esa zona del cerebro donde guardaba los
recuerdos de aquellos olores y sin poder evitarlo llevó la mano libre, que era
la izquierda, hacia el estómago. Algo se removió allá en el fondo.
Allí, por la pulcritud, contrastante de la cama, el fogón, y la intensidad
de aquel desagradable olor, había habido alguien. Pero ese alguien, quizás
tenía meses, o quizás años, que no se movía allí. Lo supo porque, aunque todo
era aparentemente limpio, por lo menos a la derecha, había cierta capa de vejez
en las cosas.
Percibió, aun entre el desagradable olor a bestia encerrada, un cierto,
sutil perfume femenino. Lo olió como un perro huele el rastro específico que su
amo le pide. A pesar del mal olor allí había habido una dama muy aseada, muy
joven y quizás muy hermosa. Todo eso lo imaginó al percibir dicho perfume.
Los relámpagos de la tormenta seguían alumbrando el mundo por entre el agua
y se colaban hacia el interior por la puerta abierta, pero sobre todo por entre
los espacios que dejaban los maderos verticales de las paredes. Al reflejar la
luz sobre el interior de la vivienda, aquellos maderos, parecían barrotes de
una cárcel muy segura.
Quizás porque algún interruptor interior le avisó del debilitamiento de sus
músculos, Hugh, miró la cama y sintió, de repente, cansancio.
En la carrera de la medicina, y todos los que la han cursado lo saben, hay
muchas formas de agotamiento, pero las más grandes, y por las cuales muchos han
caído en estados de shock, son las formas de agotamiento físico combinadas con
el sueño. Pasar largas noches, utilizando el cuerpo para solucionar problemas y
la cabeza para comprender dichos problemas, lleva a la persona al colapso.
En aquel momento, Hugh, sintió que los músculos se le relajaban y el objeto
que llevaba en la mano derecha cayó a tierra y con pasos inseguros avanzó hacia
aquel sitio que invitaba al descanso. Llegó hasta la cama y se sentó.
Allí, sentado, dejando que el mundo a su alrededor se derrumbara en ruidos
y males olores dejó que su cuerpo se relajara durante largos minutos. En algún
momento cerró los ojos y se dejó caer de lado apoyando la cabeza sobre las
manos enlazadas debajo del lado izquierdo de su cara, y cerró los ojos. Subió
lo pies y los zapatos con lodo mancharon las sábanas.
Estaba escurriendo agua por todos lados y esa humedad, como si en siglos, la
superficie del colchón no hubiera conocido el vital líquido, se lo tragó.
La conciencia de Hugh entró, entonces, en una relajación profunda de
inmediato y todos sus músculos se dejaron caer sobre la superficie de la cama
abandonándose por completo a todas las sensaciones posibles que pudieran entrar
por sus sentidos externos.
No soñó, ni tuvo inquietudes profundas en su alma atormentada.
***
A las tres de la madrugada terminó la abundante tormenta y quedó solamente
el suave barrido de una brisa soplando por todo el territorio de Honduras. Los
ríos, las quebradas y todo cauce por donde regularmente corría el agua
estuvieron escurriendo líquido para luego irse a acumular a las cuencas más
grandes. Poco a poco, los niveles comenzaron a bajar y todo pareció volver a
una relativa normalidad, pero la humedad y la fragilidad del suelo tardarían
hasta la salida del sol para endurecerse un poco.
A las tres y treinta y tres, Hugh, abrió los ojos y miró con ojos nuevos el
lugar.
Trató de recordar algo de lo sucedido, o del porque estaba allí. Pero su
cabeza no le dio para mucho. En vez de darle respuestas, su cerebro, parecía un
recipiente repleto de vacío. Miró hacia todos lados tratando de hacerse con el
control de su cuerpo, pero este, continuó tirado allí sobre aquella cama.
El olor, quizás por estar respirándolo durante tanto tiempo, unas cinco
horas más o menos, ya no le parecía desagradable, ni extraño. Era un simple
olor que estaba allí, flotando entre las cosas.
No recordaba ni siquiera quién era él. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Ni por
qué? Era un simple cuerpo reposando. Estaba vacío.
Al final, unos veinte minutos después de haber abierto los ojos, se sentó
en el filo de la cama. Colocó los pies en el suelo y notó que casi no los
sentía. Se puso de pie y como un sonámbulo fue hacia la puerta abierta.
La madrugada estaba poblada de silencio y de frío. Apenas atravesó el marco
de la puerta lo percibió. Los grillos que habían permanecido resguardados
durante la lluvia, cantaban ocultos entre la hierba. Su sonido le resultó
irritante unos segundos. Miró hacia el cielo. Las estrellas habían hecho su
aparición y brillaban como minúsculas luciérnagas en bailes lejanos.
Allí estuvo un buen rato, sintiendo el frío de la madrugada rodeándolo,
mordiéndole la piel. Aún tenía la ropa mojada y pegada al cuerpo. Pero el frío
más intenso lo sentía en el fondo del pecho. Había algo que le estaba causando
frío en las entrañas y no importaba. El mundo, para él, no existía. No tenía ni
siquiera conciencia de su propia existencia.
Como un sonámbulo, entonces, echó a andar hacia donde estaba el camino.
Se detuvo justo al salir a la senda y sin pensarlo, pues tampoco tenía ya
esa facultad, echó a andar hacia su izquierda, que era hacia abajo.
***
En el momento justo cuando Hugh Montalvo, su padre llegaba a la casa en el
sendero, Fayre y Lowell alcanzaban la carretera que conducía hacia El Ocotal.
Después de un buen rato, metidos entre los matorrales que aún estaban en la
propiedad de la familia, los dos niños habían cruzado hacia el exterior.
Fayre levantó el alambre del cerco, pues no quería salir por el portón que
estaba a escasos metros a su derecha porque tenía miedo de salir a campo
abierto por si alguien, desde la casa, los estaba observando, y ayudó a Lowell
a pasar por él. Después ella le siguió, pero con tan mala suerte que se le
quedó prendido a una de las filosas púas un mechón de cabello. Al principio,
como le había sucedido con la rama del roble pensó que alguien le había
sujetado por la nuca. Pero al volver la cabeza y ver que sólo era su cabello se
lo tironeó sin contemplaciones.
Su madre tenía un dicho, entre muchos, que decía: mejor que duela ahora y
no después. Ese dicho lo utilizaba sobre todo cuando había que sacarse una
muela, curarse algún raspón, o cuando los iba a castigar. Así que cuando miró
el poquito de pelo colgado del alambre dijo en voz alta, aunque ni siquiera su
hermano la escuchó debido a la tormenta:
—Mejor que duela ahora y no después.
Su hermano, cuando se liberó del hilo de alambre, ya estaba parado del otro
lado de la cuneta por donde corría una fuertísima corriente de agua sucia. La
miraba a la expectativa. Estaba tan empapado de agua, como ella, que parecía
haber pasado por una tubería de leche. Los rayos y relámpagos seguían brillando
y tronando detrás, enfrente, arriba, abajo, por todos lados de ellos. Y la
tormenta, pareja y violenta lo seguía azotando todo.
Pegó un pequeño saltó hasta quedar casi junto a su hermano. Allí se paró
junto a él y se volvió para mirar lo que él miraba que no era más que la casa
que sobresalía sobre los arbustos allá, después del cerco que acababan de
cruzar.
Sintió deseos de salir corriendo hacia allá, pero se le pasaron rápido al
recordar lo que allí había: peligro, muerte.
Hasta el momento, aún seguían vivos. Pero presentía que eso podría cambiar
si no se ponían en marcha. Pero ¿Hacia dónde?
Estaban en la carretera de tierra blanca, o material como le llamaba su
padre, que conducía hacia Tegucigalpa a su izquierda y hacia El Ocotal, hacia
la derecha. Sabía que para ir a Tegucigalpa tenía que comenzar a caminar hacia
la izquierda, llegar hasta la calle pavimentada y luego avanzar hacia abajo. O
algo así. Pero sólo llegar a la pavimentada, sabía, estaba muy lejos. Hacia el
otro lado, al contrario, el pueblo llamado El Ocotal, estaba más cerca.
Tenía que volver a decidir tal como lo había hecho en el claro del bosque.
Tenía frio, estaba cansada, pero no podía quedarse allí. Tenían que avanzar,
buscar la ayuda de los adultos. Aunque, pensándolo bien, su padre era un adulto
y lo que quería era lastimarlos.
Se sacudió estas ideas de la cabeza y pensó en las veces, que con su padre
y su madre habían bajado al Ocotal. Trató de imaginarse la distancia que había
hasta llegar al pueblo y comprendió que siempre habían hecho el camino en
vehículo. Y que todas las veces ella y su hermano se habían mantenido como
buenos niños de ciudad, metidos en sus cosas. Ni siquiera les había llamado la
atención algún pájaro extraño que volara a ras de la tierra. Esas son cosas que
ahora hubiera querido cambiar. No, no podía recordar la distancia. Sólo
recordaba el haber pasado, antes de llegar al pueblo por la entrada de una
enorme casa que estaba justo a los pies de una loma verde y cubierta de árboles
de mandarinas, o algo parecido. Era una casa grande, de paredes blancas y techo
rojizo, de teja. Y recordaba esta casa porque en la entrada, un portón más
grande que el de la casa de campo, tenían encima un arco enorme donde se leían
dos palabras: La Casona.
Sí, yendo por la calle hacia El Ocotal, estaba La Casona. Le había parecido
divertido el nombre porque en realidad decía algo que era evidente. La casa era
muy grande y según su madre tenía cuatro patios. La Casona no estaba tan lejos
como El Ocotal. Quizás estaba a pocos pasos.
Así que, sin pensarlo más, tomó la mano de su hermano de nuevo y echó a
caminar hacia su derecha, por la calle que llevaba hacia el pueblo. Y, a La
Casona. En ese lugar, que según su mente infantil no quedaba muy lejos, habría
adultos y los adultos podrían ayudarles a escapar de su propio padre.
***
Pero las distancias en la mente y en la realidad son muy distintas y aún
más inmensas cuando eres unos niños y tus piernas apenas pueden dar pasos una
tercera parte que los que da un adulto. Cuando comenzaron a caminar hacia El Ocotal,
teniendo en mente La Casona, en la mente de Fayre, eran las once de la noche y
algunos minutos y ya llevaban más de dos horas caminando cuando comenzaron a
sentir que los pies les ardían.
Nunca en la vida de los hermanos, habían estado descalzos más que el tiempo
transcurrido de bebés, y sus pies eran tan sensibles a los pisos rugosos como
cualquier otro que nunca se hubiera acostumbrado a ir descalzo. Durante la
huida por el bosque apenas si habían sentido las piedras, las ramas y demás
objetos punzantes porque su mente estaba más preocupada por huir que por
nimiedades tales como las molestias en los pies, pero ahora que habían
alcanzado cierta conciencia de sentirse a salvo les habían comenzado a doler.
—¡Ay! –se quejó Lowell cuando el dedo gordo chocó contra una piedra pequeña
que sobresalía del suelo.
Fayre trató de no prestarle atención, pero por asociación, se miró sus
propios pies, y como si algo hubiera conjurado el regreso del dolor, comenzó a
sentirlo. De repente, le ardían, le dolían y le quemaban. Buscó, entonces, con
la mirada y entre la lluvia, la orilla de la carretera.
Buscó la comodidad del borde de la carretera que no era más que ese corte
que deja la máquina al ir removiendo la tierra y que sobresale unos cincuenta
centímetros del mismo suelo. Su hermano le agradeció aquella acción con un
profundo suspiro al sentarse junto a ella.
—¿Qué horas serán? –preguntó Lowell.
Fayre, como lo hacía muchas veces en su vida cotidiana y por la fuerza del
molestarse entre ellos mismos le iba a contestar que se preguntaba ¿Qué hora
es? Y no ¿Qué horas son? Porque las horas no son en plural sino es, en
singular. Pero se detuvo a tiempo. Aquellos momentos no eran para andar
corrigiendo errores escolares.
No contestó nada pues en ese momento y de forma muy clara, y estuvo segura
que Lowell, también lo había escuchado una especie de rugido sonó a sus
espaldas.
La sangre se congeló en los dos corazones.
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