La tormenta había terminado, o por lo menos menguado
hasta nueva orden del clima, a las tres de la tarde, pero había dejado el cielo
blanco y el ambiente, todo, sumido en ese color que deja la lluvia después de
un largo rato y el sol queriendo salir en el cielo lo ponía todo de un tono
gris. La calle, de tierra blanca lucía brillante y mostraban en toda su
estructura charcos de agua aquí y allá reflejando el cielo gris sobre ella. Por
las cunetas el agua corría entre sucia y veloz arrastrando las hojas y las
ramas diminutas de los árboles a su paso. Un pickup sorteaba los charcos y
avanzaba a gran velocidad con rumbo norte. En su interior un hombre y una
mujer, esposos, y dos niños en el asiento posterior, cada quien en su mundo de
la música y el video juego parecían cuatro extraños. Los dos adultos discutían.
—Quiero el divorcio –dijo la mujer mirando con
cólera hacia la cuneta.
El hombre no le contestó nada, pero su mirada
parecía perdida entre la carretera y la nada.
Hugh Montalvo y Adabella Márquez llevaban casados
la edad de su hijo mayor, Lowell quien dentro de un mes iba a cumplir nueve años.
Pero desde hacía un año las cosas entre ellos no iban nada bien. Adabella,
había descubierto casi por accidente que su esposo tenía una amante y dicha
amante no era más que, como no, su secretaría. Hugh era doctor y pasaba la
mayor parte del tiempo fuera de su casa y las oportunidades, en tales momentos
abundaban para las experiencias extramaritales. Al principio, Adabella trató de
dominarse y como le había enseñado su madre: soportar aquello, pero al final
había explotado. Y aquella mañana antes de salir hacia El Álamo, donde tenían
la casa de campo, para un fin de semana, supuestamente a disfrutar del fin de
semana, había descubierto varias llamadas de la amante en su celular. Un
celular que, por puro descuido, su esposo había dejado abierto y sin contraseña.
Entre dichos mensajes había uno que la había enardecido hasta hacerle hervir la
sangre:
¿CUÁNDO DEJARÁS A TU GRUÑONA ESPOSA Y TE VENDRÁS A
VIVIR CONMIGO?
Y no era por lo de gruñona sino por lo demás. Y su
madre hubiera estado de acuerdo, si aún viviera, por la decisión que había
tomado. No, no era la primera vez que le pedía el divorcio, pero la definitiva.
Ahora sí. Y que no anduviera con lloros y no volverá a pasar, porque ya no iba
a seguir soportándolo. No señor.
Los dos niños, en el asiento de atrás, apenas si se
daban cuenta de las discusiones de sus padres, porque cuando se subían al
automóvil, siempre se ponían los audífonos, uno jugando videojuegos y la otra
escuchando música. Pero algo presentían y mejor se quedaban al margen.
—Voy a ponerme, en cuanto regresemos a Tegucigalpa,
en comunicación con mi abogado y no creas que te vas a quedar con la casa. No
señor –continuó apretando los dientes, la mujer y mirando, de vez en cuando a
su silencioso esposo.
Por la cabeza de Hugh, al escuchar las palabras de
su esposa, pasaban muchas cosas, pero no el divorcio. ¿Cuántas veces lo había
amenazado con lo mismo? Incontables si quieren saber, amigos. Y nunca se
llegaba al paso definitivo. No, eran puras habladas. Quizás no fuera un esposo
ejemplar, pero ¿Quién lo es después de ocho años de casado? ¿Si amaba a su
esposa? Claro que sí, pero de vez en cuando uno tiene que buscar comer en otros
restaurantes ¿No?
El cielo seguía encapotado y seguramente volvería a
llover más tarde, pero por los momentos todo bien. El automóvil tenía tracción
en las cuatro ruedas por si había obstáculos en el camino. Además, ya casi
estaban llegando. Un par de kilómetros más y estarían en su bella casa de
campo.
—¿Me estás escuchando? –preguntó su mujer enojada.
Él, para darle a conocer que sí, que la estaba
escuchando, la miró un segundo y luego volvió la mirada hacia la carretera.
Claro que la estaba escuchando, pero no le iba a contestar nada. Un dicho de su
santa madre era: no hay que hurgar la mierda cuando ya está seca, porque apesta
más. Y él lo entendía muy bien. No si su madre no había criado tontos.
—Dime algo –exigió Adabella si apartar de él sus
ojos grises.
Era una mujer muy bella, aún, que lástima que no
pudiera darle lo que le daba Ester, su secretaría. Ester sí que tenía lo que
podía volverlo loco. Quizás, Adabella si se lo proponía podía darle también
esas cosas, pero sospechaba que jamás lo haría. Lástima, aún la amaba, aunque
fuera una gruñona.
—Amor… —dijo al fin Hugh tratando de apaciguarla.
—¡No me llames así! –chilló la mujer.
Allí estaba el problema, primero que dime algo y
luego, no hables. Así no se podía.
El ronroneo del motor y la música en loa
auriculares habían adormilado a la primogénita de la pareja que viajaba detrás
del asiento de la madre. Fayre, era una niña de siete años, pero por su
inteligencia parecía de diez o de once. En la escuela estaba en todos los
clubes habidos y por haber y además nunca había faltado el cuadro de honor
desde el preescolar. Su hermano Lowell, de ocho años, siempre trataba de
fastidiarla por las grandes gafas de carey que utilizaba, pero ella no
retrocedía ni un solo milímetro en la lucha entre hermanos. En aquel momento,
mientras sus padres mantenían aquella lucha de palabras y de resentimientos,
ella dormía y soñaba.
Fayre, y ella no lo comprendía aún, tenía el don de
los sueños. En los sueños, sin metáforas ni simbolismos, solía soñar las cosas
que iban a ocurrir en el futuro. Dicha capacidad, ella la consideraba algo
común entre los mortales, y por eso nunca la había mencionado ni siquiera a su
mejor amiga de la escuela, Jocelin Moncada. Y a su madre mucho menos.
Todo lo que soñaba sucedía, pero el tiempo para que
se hiciera realidad era variable. Por ejemplo, cuando tenía seis años había
soñado, antes de verla, como sería su maestra de grado y hasta su nombre, y se
había cumplido a los tres meses que comenzó la escuela. Tampoco le asombró en
lo más mínimo cuando soñó que su padre salía por la puerta de la casa y decía
adiós porque iba de viaje para Europa. Esto había acontecido apenas dos semanas
después de haberlo soñado. Y cuando su madre se hirió con el cuchillo al cortar
el pavo de noche buena, eso había sucedido dos días después.
Lo peor de todo es que no recordaba lo que había
soñado, sino un poco antes de que sucediera. Así que muy poco podía hacer para
prevenirlo si se trataba de algún accidente como lo de la cortada de su madre.
Sólo para saber que era, en una ocasión le había mencionado eso a Jocelin y ésta
que le gustaba preguntar también, les había hecho la pregunta a sus padres y
éstos le habían dicho que aquello se llamaba Deja Vú y que no era nada extraño,
sino que todos los seres humanos, de alguna manera, anticipaban, algunos
segundos, o eso creía la conciencia, los sucesos. Casi no se habían entendido las
dos niñas al contárselo la una a la otra, pero sirvió para que no siguieran
indagando al respecto.
Pero la verdad, era que, Fayre, poseía un don, o
una capacidad para ver lo que iba a suceder con antelación antes de que
sucediera, el problema era que nunca recordaba esos sueños, y sólo unos breves
segundos antes de que ocurriera, lo hacía.
En aquel momento, mientras subían al Álamo, y
mientras el motor del automóvil la arrullaba con su ronroneo, tuvo un sueño muy
extraño.
***
En el sueño, Fayre Montalvo Márquez, de ocho años,
soñó que avanzaba bajo una tormenta totalmente empapada y con su hermano mayor
de la mano. Caminaban a toda prisa, corriendo, desesperados por entre
matorrales de largas ramas que los bañaban dejando caer sobre ellos enormes
chorros de agua fría y ellos lloraban. Querían gritar, pero no podían. Era como
si algo muy fuerte les estuviera atenazando el cuello y les impidiera gritar, o
pedir auxilio. Porque eso es lo que quería, pedir auxilio. Pero no podían,
porque al mismo tiempo que corrían, se estaban escondiendo de algo.
Ese algo era terrible, peligroso y era la muerte.
Lo sabía en el sueño porque además de ser muy vívidos los sueños de la niña
estaban llenos de certeza. De mucha certeza.
Mientras corrían tomados de la mano, ella y su
hermano, se caían en el lodo y la lluvia no paraba, al contrarío parecía
aumentar su furia golpeándoles el rostro, el cuerpo, las piernas y, sobre todo,
el alma. Algo dolía allá en el pecho y era la fuerte convicción de haber
perdido algo importante. Muy, muy importante.
***
Antes de las cuatro de la tarde, y antes de que la
lluvia se desatara de nuevo sobre sus cabezas, Hugh Montalvo, atisbó a la
izquierda de la carretera mojada, la fachada de su querida casa de campo y
hacia allá giró el volante.
La casa de campo tenía más de diez años de haber
sido construida, pero sólo cinco de pertenecer a la familia Montalvo Márquez.
Hugh la había comprado por casi una ganga a finales del siglo veinte y ahora no
se arrepentía de ello pues cada fin de semana, sobre todo él como amante del
campo, solían pasarlo allí. Se trataba de un edificio de madera de dos plantas
con todas las habitaciones, o dormitorios, en la planta alta y la cocina, el
comedor y la sala en la parte baja. De lejos, si solamente pasabas por las cercanías,
sólo alcanzabas a ver un edificio blanco de techado gris con enormes ventanas
de vidrio brillando libres en la segunda planta y con rejas en las de la
primera planta. Una entrada para vehículos después del enorme portón de hierro
y un jardín a ambos lados de esta entrada, un jardín en mal estado porque
nadie, la mayor parte del tiempo pasaba allí.
Hugh, se bajó del automóvil, porque no podía
esperar que su esposa, enojaba, lo hiciera y fue a abrir las enormes rejas.
Introdujo con parsimonia la llave del viejo candado y luego cuando una parte de
la cadena cayó a un lado y al otro empujó los pesados barrotes. Éstos debido a
la acción de los elementos, chirriaron como quejándose al ser despertados de un
largo y profundo sueño.
“Tengo que echarles aceite” pensó Hugh.
Uno a uno abrió las dos puertas y después, siempre
despacio, él era un hombre relajado, regresó al automóvil. Su esposa seguía con
la cara agria, pero no le importó, ya vendría la noche para hacer las paces.
Se acomodó, entonces, de nuevo detrás del volante e
hizo avanzar el auto por sobre la entrada hecha de piedras blancas y cemento
gris. Del portón a la casa habría unos cincuenta metros en línea recta. Y los
hizo sin detenerse, la idea era regresar luego, caminando a cerrar el portón cuando
ya todo lo que llevaban, incluso sus rencores quedarán bajo techo.
Justo enfrente de la puerta de entrada a la
vivienda que era de color blanco como la misma casa, había un par de maceteros
de esas que se clavan al suelo profundamente conteniendo un par de rosales casi
secos los dos. En medio de los dos detuvo el auto, o al menos la trompa.
Los niños, fueron alertados por la madre para que
bajarán. Con Lowell no hubo problemas porque el niño estaba más despierto que
nunca combatiendo zombis en el mundo virtual de su PlayStation portable, pero
con Fayre si tuvo que emplear el antiguo método de la sacudida. La niña tardó
un poco en regresar del mundo de los sueños, se quitó, despacio (esta lentitud
la había heredado de su padre) las pastillas del aparato de música y miró el
rostro de su madre que la azuzaba desde el asiento delantero.
—Ya llegamos, mi bella durmiente –le dijo la madre
con una semi—sonrisa desde aquella posición.
Fayre terminó de sacudirse el sueño cuando vio a su
hermano del lado derecho del automóvil salir tan campante con sus audífonos aún
puestos y la consola de juego aun funcionando. Los vidrios del auto eran
polarizados y no se veía mucho desde el interior y lo que se veía era de un
tono entre café y rojo, a abrir la puerta su hermano, atisbó el verdadero color
de las cosas, o al menos el color que el gris del cielo les daba. Reconoció el
lado derecho de la casa de campo. Le gustaba. Así que se decidió a salir,
también, por su lado del automóvil y haló el llamador de la puerta.
La tarde que ya se estaba acercando a las cuatro de
aquel día era demasiado gris para lo esperado por todos los miembros de la
familia. Arriba, unas nubes, aún más negras que las que vieran al comenzar a
subir la calle de tierra, se estaban congregando y no era para saludarse y
luego seguir su camino, no señor, allí iban a soltar con rayos y relámpagos su
cargamento líquido.
—Va a llover bastante –anunció Hugh mirando el
cielo mientras de la parte de atrás del pickup tomaba un par de maletas.
Su esposa tenía de decirle algo con sarcasmo, pero
estuvo de acuerdo al notar una especie de carga eléctrica en la piel. Su madre
siempre le decía que ella, Adabella, era una chica eléctrica y que tuviera
cuidado con atraer los rayos cuando se ponía cerca de las puertas. El único
rayo que había atraído a su vida era a aquel hombre con cara de mosquita muerta
que era su esposo. Trató de recordar cuando había sido la última vez que se
había sentido feliz a su lado. Ahora, como sucede con la mente del ser humano
enojado, no encontró ninguna. La tormenta sería muy fuerte, sin duda.
Entre los cuatro y muy rápido como si les urgiera
resguardarse de la futura tormenta y regresar a la comodidad de las
habitaciones cerradas, metieron todas las maletas. Eran tantas que aquello no
parecía un viaje de fin de semana sino vacaciones de fin de año.
Quien abrió la puerta principal fue Hugh y de
inmediato notó algo raro en el ambiente. Como si en el interior, durante los
últimos días se hubiera guarecido en aquel espacio, una fiera. O algo parecido.
Olisqueó el lugar como lo hacía a veces en su clínica al tener ante él algún
paciente con inequívocos síntomas de infección superficial. Era un gesto
desagradable, pero no lo podía evitar. Lo había adquirido mientras hacía su
práctica profesional y ya nunca más lo pudo abandonar.
Y como hacen los padres, al oler el peligro que se
esconde en cualquier lugar soltó ambas maletas y abrió ambos brazos para
detener el paso de su familia y se quedó allí sobre la segunda grada de la
entrada a su casa de campo atento ante el peligro. Su esposa, detrás de él y
los niños, detrás de ella se detuvieron al ver el gesto de la cabeza de la
familia.
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