jueves, 28 de julio de 2016

Capítulo 6





El miedo más puro es aquel que inventa nuestra imaginación. Es un miedo que podemos oler, ver, sentir porque nace de nuestra propia mente y se proyecta hacia todas las ideas, o todo lo que nos hace ser humanos. Fayre, cuando alcanzaban el pequeño muro hecho de tierra que habían hecho los constructores de la casa en un lejano día, se volvió y trató de distinguir algo detrás de ellos. Nada, la oscuridad y la lluvia eran dos mantos sobre cualquier objeto que estuviera allí detrás de ellos. Así que siguió corriendo junto a su hermano.
Llegaron, ambos, tomados de la mano y bañados, chorreando agua como nunca antes los habían hecho hasta la orilla del corte y ayudándose el uno al otro subieron uno primero y el otro después hasta la cima y desde allí, agachados se miraron.
—¡Tengo miedo! –dijo su hermano y las palabras sonaron con tanta claridad aún a pesar del ruido de la tormenta y las gruesas gotas de lluvia que formaban chorros sobre su rostro.
—Yo también –dijo Fayre en respuesta.
Miraron, al mismo tiempo, hacia el lugar donde estaba la casa y un relámpago fugar la iluminó. La casa, con su enorme estructura, a unos pocos metros de ellos les pareció el lugar más espantoso del mundo, pero aún más la figura que, de pie los estaba mirando desde la acera.
Su padre, aun con el hacha chorreando sangre y agua, estaba de pie buscándolos con la mirada perdida entre la tormenta y aquel relámpago con su luz amarillas había hecho su trabajo a pesar de la gruesa gasa de agua. Y si ellos lo habían visto a él, él los había visto a ellos. El corazón pareció detenérseles un microsegundo en el pecho.
La figura, aun bajo el reflejo de la luz parpadeante, echó a andar hacia ellos.

***
Septiembre es el mes más lluvioso en la región centroamericana y del Caribe. Es la época del año en la cual las inundaciones y los derrumbes están a la orden del día y miles de personas pierden sus hogares y son evacuadas a zonas más seguras. Y aquel mes, y aquel año en el cual Hugh Montalvo perdió la razón durante una noche y asesinó a su esposa por considerarla el motivo de su furia, fue uno de los más lluviosos que se habían registrado en toda Honduras.
Aquella tormenta sólo era una de las muchas que cayeron durante más de ocho horas seguidas, y no importando la hora, ni el día, aumentó su potencia un poco más e hizo más difícil la huida de dos niños que con desesperación buscaban la protección de la naturaleza.
Detrás de la casa de campo de los Montalvo Márquez, como ya mencioné en algún lugar se extendía un tupido bosque de robles, encinos y pinos. Bosque que se prolongaba hacia una pequeña colina y después bajaba vertiginosamente hacia la población del Álamo que estaba abajo, como encajonada en un pequeño valle.
Fayre, consciente de que el loco en el que se había convertido su padre, venía a por ellos, volvió a asir con fuerza la mano de su hermano y ambos corriendo hasta donde podían sus fuerzas, su miedo y sus pies descalzos buscaron la protección de la naturaleza.
El miedo, más que cualquier otra emoción, era la que los estaba impulsando a la huida. No había otro motivo: la preservación de la vida, el primero y único principio que ha mantenido la raza humana viva.
Se internaron, pues, por entre un montón de matorrales y árboles que les dieron la bienvenida con miles de hojas depositando sobre sus cabezas y sus cuerpos más agua de la que ya estaban recibiendo.
Todo estaba oscuro allí, pero los ojos, buscando una respuesta se habían agudizado al máximo para permitirles ver por dónde iban. Por la mañana, si sobrevivían, descubrirían miles de arañazos en las piernas, manos y cara, pero sobre todo en las plantas de los pies.
Fayre conducía pues iba por delante apartando ramas y de vez en cuando advirtiéndole a su hermana que tuviera cuidado con algo en particular. Y mientras más se internaban entre aquel montón de ramas y arbustos crecidos de manera desordenada, la niña recordó un día muy lejano que no pudo precisar en el cual su padre y su madre se habían internado en aquella parte de la propiedad.

***
Fayre Montalvo Márquez no lo recordaba con mucha claridad, pero dicho momento había ocurrido cuando ella apenas tenía cuatro años y su hermano cinco. Sus padres, por aquel entonces, podrían decirse que aún mantenían un leve hilo de felicidad entre ellos. Y la idea de una caminata por los bosques que estaban tras la casa de campo había sido de su padre.
Y con esa idea, entonces, de dar una caminata, una tarde del mes de mayo de hacía tres años, se habían metido por entre los árboles y mientras Lowell caminaba de la mano de su madre, ella iba en los brazos de su padre abriéndose camino con sus manos, según ella, a través de una misteriosa selva. Disney había hecho en ella, el mismo trabajo que venía haciendo en millones de niños desde hacía muchas décadas: llenarle la cabeza de imaginación.
Se imaginaba, entonces, metida en una selva del África, esperando ver en cualquier momento aparecer al Rey León o a Mowgli envuelto en su taparrabo. O, aunque fuera, ya por último a la pequeña Dora la Exploradora. Pero ninguna de ellos había aparecido allí, sino la voz tranquila de su padre diciéndole que aquellos bosques eran de madera variada como pino, roble y encino y que de vez en cuando también se podía ver un pinabete.
Toda aquella información bien se la podía haber guardado su padre para él solo ya que a ella lo que quería era ver saltar a Tarzán o a Chita de uno de los enormes árboles que les cubrían. Pero, como sucede con las almas de los niños pequeños había una cosa que si le había impresionado del lugar: la abundancia de hojas de todos los tamaños. En algún momento le había exigido a su padre que la bajara para comenzar una recolección de dichas hojas para luego dejarlas caer no sabía dónde.
Pero la información que, si le sirvió, ahora que estaba en peligro, fue la que recibió cuando llegaron a un claro del bosque, justo en la cima del cerro donde se terminaba de subir para comenzar a bajar por el otro lado.
“Esta es la parte más alta del bosque –había dicho su padre a todos los allí presentes como si fuera un eminente especialista en cerros y no un respetado médico—, y aquí es donde comienza la tierra roja, más resbaladiza que la mantequilla cuando está húmeda— y para demostrar que no estaba mintiendo se había agachado y tomado un puñado de tierra marrón, casi roja que al final hizo fruncir el ceño a su madre pues el hombre, inconsciente, se la limpió en el pantalón casi sin darse cuenta.”
Pero Fayre recordaba lo de que la humedad, o sea el agua, podía volver resbaladiza aquella zona. Y esa era información valiosa dadas las circunstancias.
Ella no estaba aún en las chicas exploradoras, pero tenía pensando, antes de aquello, poder entrar algún día para adquirir conocimientos útiles para la supervivencia en la naturaleza. Ahora, era cuando aquellos conocimientos hubieran sido de mucha ayuda.
Era una niña de siete años corriendo por su vida en una naturaleza adversa, pero no iba a dejar de correr hasta sentirse a salvo.
“Aquí es donde comienza la tierra roja, más resbaladiza que la mantequilla cuando está húmeda”
Volvió a recordar a medida que se abría paso, con su hermano, de la mano hacia la oscuridad más profunda del bosquecillo.
Llegó un momento en el cual su piel, la de sus mejillas, sus pies y sus piernas se volvió insensible a los golpes de las ramas y de la lluvia fría cayendo sobre ella, y esperaba que lo mismo sucediera con el ahora silencioso Lowell quien parecía haber tomado un ritmo igual que el de ella al avanzar a la segura protección del bosque.
Pero, también en los bosques hay peligros: serpientes, culebras, víboras, sapos, lobos… animales de la naturaleza silvestre. Pero el mayor peligro en la cabeza de los dos pequeños era un loco con un hacha detrás de ellos. Un loco que sólo horas antes había sido su padre y que ahora los perseguía bajo un torrencial aguacero.

***
Hugh Montalvo, quien ya no era Hugh sino otro que se había ido acumulando en su conciencia y por fin había salido a la superficie, avanzaba con paso firme sobre el suelo cubierto de fango, de maleza y de agua corriendo en finos riachuelos.
No recordaba lo que acababa de hacer porque su mente actuaba en una sola dirección: la de machacar cosas. Cosas que lo fastidiaban o movían su cólera como un palo metiéndose en la cueva de un cangrejo necio que no quiere aferrarse. Cosas que le decían que debía deshacerse de objetos molestos. Ese era el único remedio, la única cura para su mal: deshacerse de lo que causaba el malestar.
Y aquellos dos chiquillos lo molestaban, y lo molestaban porque eran la extensión del mal que acababa de deshacer, pero no recordaba qué, y tenía que deshacerlos también. No podía dejarlos escapar, no, tenía que machacarlos. Sólo eso le evitaría el sufrimiento que sentía en el alma.
Los había visto gracias a la luz que provocaban los fogonazos del cielo. Estaban juntos, tomados de la mano allá a unos diez metros de él. No importaba, él los alcanzaría y los machacaría para acabar con su dolor.
Echó a andar, de nuevo, bajo la lluvia y llegó hasta donde los había visto internarse entre los árboles, tomados de la mano. No importaba que corrieran, él los alcanzaría. Les daría caza y los destriparía a los dos juntos o a uno por uno, como hacía cuando era pequeño y destripaba a las cucarachas con los pies y enterraba grillos vivos para, después de dos horas, o más, sacarlos y ver si aún vivían. Los grillos morían, por supuesto, pero era un placer hacer aquello.
Llegó hasta los árboles y sin detenerse a meditar se metió en la negrura. La tormenta ya lo había empapado hasta los huesos, pero eso no importaba. Lo importante era seguir a los niños y hacer que el dolor en su cabeza disminuyera.
La lluvia, vertical y picante, caía sobre todo empapando y golpeando como golpearían los granizos sobre la piel, las hojas, los troncos de los árboles y la tierra. La tierra, el suelo, estaba cubierto de una fina capa de hojas de pino, roble y encino, secas y olorosas que hacían elevar el tic, tac de la lluvia como miles de tambores infernales hasta su cabeza. Eso también le dolía, pero no podía deshacer la lluvia, sólo a ellos.
Además, él podía olerlos. Podía oler su miedo aún a través de la lluvia.

***
Los niños, tomados de la mano, llegaron hasta lo que su padre en algún momento, años atrás, les dijera que era tierra roja y que la tierra roja era sinónimo de resbalarse cuando ésta estaba húmeda. Porque cuando la tierra roja estaba húmeda se convertía en lodo, en un lodo más liso que la mantequilla derretida. Fayre se detuvo de inmediato y agachándose, pues estaba en el claro aquel, palpó el suelo. Avanzó un par de pasos y volvió a agacharse para palpar el suelo húmedo.
“Sí, aquí es” pensó sintiendo sobre sus dedos la materia frágil de la tierra y comprobando su contextura pegajosa.
Un relámpago, otro, le iluminó el suelo. Su hermano, sin soltar su mano la urgía a levantarse, mirando nerviosamente hacia atrás tratando de atisbar por entre la gruesa gasa de agua que le impedía ver no más allá de dos metros. Pero Fayre sabiendo que aquello podría ser una ventaja miró hacia los lados. El bosque se perfilaba allí aún más tupido que a al frente. El claro en el cual se habían detenido era apenas de unos diez metros de largo por cuatro de ancho. Era una especie de senda en forma de punta de flecha y ellos estaban en aquel momento parados en la punta.
Iban descalzos y estaba segura que su padre, o lo que había ahora dentro de su padre, iba calzado. A través de la lluvia y alumbrado por aquel relámpago le pareció ver que calzaba los mismos zapatos con los cuales había llegado a la casa aquella tarde.
¿Qué horas serían? ¿Cuánto tiempo habían dormido? Pero mirando la oscuridad de la noche se imaginaba que era la medianoche.  Pero ¿Por qué preocuparse por esas cosas ahora que sus vidas estaban en peligro?
Recordando el rostro de su madre, sintió ganas de echarse a llorar, pero sabía que aquel no era el momento si quería salvar la vida. Ya habría tiempo suficiente para hacer lo que quisiera cuando toda aquella pesadilla desapareciera. Ahora tenía que ponerse en pie y decidir si ir a la derecha o a la izquierda, porque hacia el enfrente sería una completa locura.
Al fin se decidió por ir hacia la izquierda, allí, gracias a la luz de los relámpagos había comprobado que sobresalían un par de rocas grandes detrás de unos robles gruesos. Ese podría ser un escondite seguro, pero también, el más lógico si su padre miraba hacia allí. No, era mejor tomar el lado contrario, así que halando de la mano a su hermano se fue hacia la derecha. Y allí se metió entre los árboles en el momento justo en el cual un relámpago brillaba y mostraba la figura de un hombre con un hacha entrar en el claro.
Se agacharon, temblando más de miedo que de frío, detrás del tronco de un pino y desde allí, cobijados por las ramas cargadas de lluvia observaron en silencio, pero sintiendo en el pecho el corazón latir como un enorme tambor a punto de estallar.
Tomados de las manos, empapados de agua hasta parecer trapos tirados sobre una corriente, y con los ojos mezclados de lágrimas y lluvia miraron como el hombre entraba en el claro, avanzaba con pasos seguros hasta la punta de flecha donde ellos se habían detenido y estaban seguros de que gracias a sus zapatos no tendría problemas al deslizarse por aquella superficie lisa y que se alejaría de ellos sin enterarse de su presencia.
Pero el corazón, de ambos pareció detenerse cuando aquel hombre que hasta hace poco había llamado papá también se detuvo en el mismo lugar donde ellos lo habían hecho.
Fayre miró a su hermano y en su mirada de azoro se escondían miles de preguntas, pero la más importante era: ¿Cómo? ¿Cómo su padre sabía que ellos se habían detenido allí justamente?
Ambos miraron como su padre olía, o parecía oler el aire como lo haría un cachorro buscando el rastro de alguna presa. Así se mantuvo unos cuantos segundos.
Y cuando el rostro del hombre se volvió hacia donde estaban ellos ocultos, ambos, al mismo tiempo sintieron que la sangre se les helaba un poquito más en la trayectoria de todo su organismo. Ahogaron un grito y se prepararon para lo peor. Un trueno sonó a lo lejos y cinco segundos después un relámpago brillo de nuevo sobre sus cabezas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario