jueves, 28 de julio de 2016

Capítulo 3




La cólera de Hugh Montalvo se vio alimentada, después del fallo de su batería porque todo parecía estar en contra de él. Quiso cargar el teléfono en el encendedor del automóvil y resulta que no tenía los cables adecuados. Les dio la vuelta a sus cosas y a las de sus hijos y no encontró ni un solo de esos cables.
—Papi ¿Estás enojado? –le preguntó su hija cuando éste entró en la habitación de la niña y le dio vuelta a la maleta ésta sobre la superficie de la cama.
El hombre no dijo nada. Miró a su hija apenas y siguió hurgando entre las cosas. Después de no encontrar nada, y aún con la ceja levantada Hugh salió con rumbo a la habitación de Lowell. Lowell metido de lleno en su juego de video apenas si le hizo caso.
En ese andar de un lado a otro buscando un cargador pasó una hora más o menos y cuando la oscuridad se les echó encima a las cinco y media de la tarde la tormenta estaba a punto de caer sobre todo la superficie por donde pasaba.
Adabella terminó de acumular polvo en una esquina de la cocina y decidió llevar las maletas hacia la habitación matrimonial. Al ver el desorden en el cual estaban las cosas sobre uno de los sofás a ella pareció también brotársele la vena de la frente. Pero ¿Qué se podía hacer con dos personas enojadas? Se calmó y con paciencia, como su madre le había inculcado, metió todo de nuevo en las maletas y las subió al segundo piso.

***
La tormenta comenzó a las seis de la tarde y terminó hasta las tres de la madrugada del siguiente día. Para entonces, otro tipo de tormenta, en la vida de la familia Montalvo Márquez había hecho mella, para siempre, en la vida de dos personitas.
Hugh, convencido de que todo el universo estaba conspirando contra él para que no le brindara luz a toda aquella casa y que ni siquiera su familia, a quien quería iluminar, no le tomaba importancia se había puesto de un humor seco. Con dicho humor evitaba dirigirse a nadie de la familia y se mantenía hermético a preguntas o sugerencias.
Adabella, más práctica, se había puesto a buscar velas por todos los estantes de la cocina y los armarios y hasta en las gavetas de las cómodas hasta dar con una buena dotación, por lo menos para pasar la noche, de unas diez velas de tamaño mediano. Encontrar fósforos le fue más fácil aún porque el año pasado habían hecho una barbacoa en el patio de esa misma casa y había colocado, lo recordaba bien, una cajita de fósforos encima de la vieja refrigeradora. La encontró, por supuesto, y comprobó que, a pesar de la humedad, los fósforos, al menos los del fondo de la caja estaban útiles.
Así que cuando empezó la tormenta y todo se volvió más pardo ante la ausencia total de luz natural, ella encendió dos de las velas y la claridad, aunque no total, lo invadió todo en la sala.
Comieron en silencio un par de emparedados que madre e hija habían preparado en la mesita de la cocina. Los cuatro, sin decirse ni pio, parecían los asistentes a una reunión donde se tratara el entierro de alguien o hubieran regresado a la época donde la electricidad brillaba por su ausencia. De vez en cuando un relámpago brillaba entre el estruendo del agua y un trueno se escuchaba en la lejanía. Aquello parecía una escena de película ambientada en la edad media.
Al pequeño Lowell las ganas de jugar se le habían pasado cuando vio que la batería de su aparato de entretenimiento le avisaba que se conectara a la electricidad. Pero sin electricidad, el juego había terminado. Era frustrante para él. Su hermana, con otro tipo de personalidad más avispada todo aquello le parecía una especie de aventura que contaría a Jocelín y demás compañeras del grado. En su mente ya se imaginaba las palabras que diría: y entonces comenzó a caer la tormenta, y todos estuvimos allí comiéndonos un sándwich mientras afuera la tormenta no dejaba de caer.
Así pues, cuando terminaron de comerse cada quien sus emparedados subieron al segundo piso y la madre conociendo el miedo que le tenía Lowell a los truenos, obligó a su hermana a darle posada en su habitación por aquella noche. El niño agradecido trajo de su habitación el edredón y su madre le ayudó a arrastrar el colchón hasta colocarlo casi parejo con la cama de su hija. Y cuando ambos niños ya estuvieron ubicados en sus respectivos lechos la madre le entregó una vela encendida a Fayre diciéndole:
—Tú, eres la encargada de la vela, la apagas cuando veas que ya se van a dormir. Y te dejo esta otra por si la necesitas luego. Los fósforos –le tendió una cajita con unos cuantos en su interior— úsalos con sabiduría.
La niña sonrió y se sintió orgullosa de la confianza que su madre ponía en ella y miró a Lowell quien no parecía importarle ceder su puesto de hermano mayor. A él lo que le gustaba era estar ligado de responsabilidades. Así que mientras su madre y su hermana se ponían de acuerdo en quien era la dueña de los fósforos él se metió bajo el edredón dispuesto a dormir hasta el año siguiente si nadie se lo impedía.
Ambos niños se había puesto el pijama y estaban listos a dormir cuando la madre cruzó la puerta dejándola abierta por cualquier eventualidad.
El baño era común y se encontraba al final del pasillo, también estaba con la puerta abierta por si a alguno de ellos le daba por ir a hacer algún depósito nocturno.
—Está lloviendo muy fuerte –comentó Lowell con la cabeza apoyada en la almohada, cubierto hasta el pecho con el edredón y sus ojos puestos en el techo de la casa. Sus palabras apenas eran audibles por la lucha que mantenían con el ruido de la lluvia sobre el tejado.
—Sí –dijo Fayre, aunque sólo había escuchado fuerte.
Ella también, mirando el techo y con la vela ondeando su frágil llama amarilla miraba hacia el techo. Era muy temprano para dormir, pero ¿Qué se podía hacer cuando la electricidad se iba? No venían preparados para esto, tormenta, y sin electricidad. Por lo menos con la electricidad podría estar cada quien en su habitación y su hermano estaría jugando en su PlayStation sin preocuparse de los truenos y relámpagos.
Mientras los niños miraban el techo a las siete de la noche los padres estaban en su habitación manteniendo una discusión muy fuerte acerca de lo mal que lo estaban pasando juntos y si era mejor la separación.
—Tú ya no sientes nada por mí –le decía Adabella a la luz de una vela muy pálida.
Ambos estaban sentados en el mismo lado de la cama y mirando hacia la ventana, la vela estaba a sus espaldas, por lo que sus sombras se reflejaban sobre la pared donde las cortinas estaban corridas. Eran unas cortinas de color ocre y como habían permanecido demasiado tiempo colgada allí parecían haber adquirido un color pardo, como si les hubiera caído agua y nadie se hubiera dignado a moverlas de su sitio.
—¿Por qué dices eso? –preguntó Hugh, aunque ya sabía la respuesta.
Su mujer nunca había querido platicar abiertamente con él la situación de Ester, pero sabía que ella lo sabía. Ester Oliva, era una mujer joven, de 23 años, hermosos contornos y una disposición para todo lo que le propusieran, no así su esposa. Pero, él estaba convencido de no sentir nada emocional por su secretaria. Sólo era atracción sexual, nada más. En el fondo sabía que amaba a Adabella, pero es que eran tan contradictorias las emociones, tan opuestas. Amaba a Adabella, pero deseaba a Ester. ¿Qué podía hacer? El divorcio no estaba en su lista de prioridades, ni abandonar a Ester, tampoco.
Adabella no contestó la pregunta de su esposo, en vez de eso dijo hiriente:
—Hazte el estúpido que te conviene.
—Por favor, Ada…
—¿Por favor qué?
—Sin insultos por favor.
—¿Qué mayor insulto que el que tú me haces manteniendo relaciones sexuales con otra mujer? Una mujer que entró a trabajar como tu empleada, no tu puta.
Hugh, se estremeció al escuchar aquello. Claro que lo sabía todo. Cómo no iba a saberlo si en ningún momento él lo había ocultado. Quizás si era un estúpido, un estúpido muy estúpido, el padre de los estúpidos.
—¿Crees que no lo sé? –Siguió hiriente Adabella— Lo sé todo desde hace un año.
Un año, pensó Hugh, justo el tiempo en qué había comenzado todo. Pero ¿por qué no se lo había dicho antes? Ella siempre le mencionaba la palabra divorcio, pero jamás los motivos. ¿Qué mejor motivo que ese? Pero él no quería divorciarse de ella. No, no quería, la amaba. Pero ¿Si la amas pedazo de estúpido, o señor de los estúpidos, porque la engañas? Porque siempre quiero algo más. Ese es el problema, yo paso toda la vida metido en el consultorio y ella ¿Qué hace ella metida en casa todo el día? Los niños, claro los niños.
—Y he llegado al límite –estalló en lágrimas Adabella—. Ya no aguanto más esta situación. El divorcio, sólo eso nos podrá separar del todo… yo, ya no soporto verte.
Y como si un resorte lo hubiera impulsad, Hugh, al mismo tiempo que un trueno sonaba muy cerca de la casa se puso en pie y con paso rápido abrió la puerta de la habitación y se perdió en las penumbras. Adabella lo vio salir entre una gasa de lágrimas. No, no hizo nada por detenerle. Sólo ocultó el rostro entre las dos manos y continuó su amargo llanto.

***
Hugh Montalvo había sido hijo único y su niñez, como sucede siempre con hijos que se crecen en la soledad de un matrimonio, la había pasado lleno de complacencias y lujos que de haber tenido un hermano jamás hubiera gozado. Sus padres, no eran ricos, pero jamás le negaron nada. Y quizás aquel incidente en la escuela, en tercer grado, debió de ponerlos en alerta al respecto de que el infante podría estar incubando algo dentro de él.
La locura es un estado muy frágil entre la lucidez y el sonambulismo. Una persona despierta tiene en completo uso todas sus facultades intelectuales, sociales y mentales, una persona dormida es como un títere del subconsciente. Hugh padecía de una cólera incontrolable que él sabía que tenía pues la había logrado dominar hasta el momento inventando formas para extraerla, o redirigirla como la antena desvía el rayo y lo envía a tierra. Dichos mecanismos eran ocultos y tenían que ver con objetos. Cuando él sentía que la ira lo cegaba tomaba un objeto, un libro, un teléfono, una batería y la deshacía entre sus dedos tratando de que ese objeto absorbiera dicha cólera furibunda. Desde niño lo había sospechado, pero había encontrado la forma. Y eso era la importante. Pero durante las noches, cuando dormía temía que su cuerpo, sin voluntad propia se apoderara de él e hiciera cualquier estupidez.
No, no era sonámbulo, pero sí tenía sueños muy profundos en los cuales sus manos se cerraban sobre gargantas y oprimían ojos.
Salió de la habitación que ocupaba con Adabella porque sentía que una furia ciega se estaba subiendo a su cabeza. Era un calorcito entre agradable y quemante que se establecía en la base de su cabeza, bajaba hacia el pecho y de allí, como un torbellino subía hasta sus ojos. Lo enceguecía, esa era la palabra correcta: enceguecer. Y no quería enceguecer teniendo tan cerca a su esposa. Y no olvidemos a los niños. Los niños.
Así que antes de bajar al primer piso, buscando la calma para no enloquecer, se sentó en el primer escalón para acostumbrarse a la oscuridad reinante en todos los rincones de la casa. La tormenta, y su adormecedor sonido sobre las tejas y la madera, eran sedante y parecía que le iba arrebatar el conocimiento, pero necesitaba controlarse. Respiró, entonces, muy hondo, dejando de paso que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad reinante.
Estuvo unos diez minutos sentado allí tratando de hacer bajar la marea en su pecho, mientras sus ojos se adaptaban a la oscuridad. No podía escuchar los sollozos de Adabella, pero sabía que estaba llorando allá en la habitación. Él, a pesar de ser el causante de esas lágrimas, no podía hacer nada al respecto. Así que, después de aquellos diez minutos de reposo, respiraciones profundas y acostumbrarse a la oscuridad, se puso en pie y comenzó a descender hacia el primer piso. Tal vez allá, sentado en uno de los muebles de la sala podía controlar esa nube que quería subir hasta su cabeza y volverlo un completo estúpido.
Bajó los diez escalones agarrándose a la pared, pero sus ojos ya podían distinguir las formas como para no tropezar. Tendría que buscar fósforos.
Pensó en el auto que estaba afuera y estaba seguro que en la parte de atrás del asiento del asiento trasero había una lámpara de emergencia para cuando había que cambiar la rueda de repuesto. Pero llovía demasiado y no hubiera ni siquiera llegado a dos pasos del auto cuando ya estaría más empapado que la sopa.
Buscó la entrada a la sala y luego el sofá que estaba enfrente de la enorme ventana con rejas de hierro. Un relámpago, le mostró el lugar exacto y con la imagen de ese lugar se acercó hasta el mueble donde se dejó caer.
Se sentó dejando que el cuerpo se relajara en su totalidad.
Durante toda su niñez, Hugh, había sido consentido por sus padres, un mal que él ya siendo estudiante de medicina había asimilado como su peor legado. Durante la juventud, una juventud llena de libertinaje y desenfreno se había manifestado todas sus falencias como ser humano y al conocer a Adabella, fue como si ella se convirtiera en su ancla de salvación. Se había aferrado a ella, como deben de aferrarse los náufragos a cualquier pedazo de tabla u objeto que les brinde posible salvación. En aquella época había estado a punto de volverse loco. Las drogas, el sexo y unos frenos que sus padres jamás le pusieron en vez de darle libertad lo habían aprisionado. Presentía que en su cabeza había alguien más y que en aquellos momentos en los cuales no era dueño de sus sentidos, ese algo se apoderaba de él.
La tormenta en vez de bajar de intensidad parecía aumentar y a través de la ventana, la oscuridad parecía pronunciarse un poco más. Miró su reloj de pulsera: casi las ocho de la noche. A esa hora, regularmente, estaba sentado en su estudio revisando algún libro o consultando la cartelera de la televisión para sentarse más tarde junto a Adabella a ver la mejor película.
¿Por qué se le había ocurrido aquel fin de semana irse a meter a la casa de campo sabiendo que se habían pronosticado tormentas? Y si el tiempo hubiera sido otro hubiera emprendido el regreso, pero conociendo la carretera tan resbaladiza y con la visibilidad nula era un suicidio arriesgarse a la marcha.
De repente y porque la lluvia era muy sedante se quedó dormido profundamente con la cabeza apoyada sobre el respaldo, hacia atrás. Respirando profundamente.

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