La cólera de Hugh Montalvo se vio alimentada, después
del fallo de su batería porque todo parecía estar en contra de él. Quiso cargar
el teléfono en el encendedor del automóvil y resulta que no tenía los cables
adecuados. Les dio la vuelta a sus cosas y a las de sus hijos y no encontró ni
un solo de esos cables.
—Papi ¿Estás enojado? –le preguntó su hija cuando
éste entró en la habitación de la niña y le dio vuelta a la maleta ésta sobre
la superficie de la cama.
El hombre no dijo nada. Miró a su hija apenas y
siguió hurgando entre las cosas. Después de no encontrar nada, y aún con la
ceja levantada Hugh salió con rumbo a la habitación de Lowell. Lowell metido de
lleno en su juego de video apenas si le hizo caso.
En ese andar de un lado a otro buscando un cargador
pasó una hora más o menos y cuando la oscuridad se les echó encima a las cinco
y media de la tarde la tormenta estaba a punto de caer sobre todo la superficie
por donde pasaba.
Adabella terminó de acumular polvo en una esquina
de la cocina y decidió llevar las maletas hacia la habitación matrimonial. Al
ver el desorden en el cual estaban las cosas sobre uno de los sofás a ella
pareció también brotársele la vena de la frente. Pero ¿Qué se podía hacer con
dos personas enojadas? Se calmó y con paciencia, como su madre le había
inculcado, metió todo de nuevo en las maletas y las subió al segundo piso.
***
La tormenta comenzó a las seis de la tarde y
terminó hasta las tres de la madrugada del siguiente día. Para entonces, otro
tipo de tormenta, en la vida de la familia Montalvo Márquez había hecho mella,
para siempre, en la vida de dos personitas.
Hugh, convencido de que todo el universo estaba
conspirando contra él para que no le brindara luz a toda aquella casa y que ni
siquiera su familia, a quien quería iluminar, no le tomaba importancia se había
puesto de un humor seco. Con dicho humor evitaba dirigirse a nadie de la
familia y se mantenía hermético a preguntas o sugerencias.
Adabella, más práctica, se había puesto a buscar
velas por todos los estantes de la cocina y los armarios y hasta en las gavetas
de las cómodas hasta dar con una buena dotación, por lo menos para pasar la
noche, de unas diez velas de tamaño mediano. Encontrar fósforos le fue más
fácil aún porque el año pasado habían hecho una barbacoa en el patio de esa
misma casa y había colocado, lo recordaba bien, una cajita de fósforos encima
de la vieja refrigeradora. La encontró, por supuesto, y comprobó que, a pesar
de la humedad, los fósforos, al menos los del fondo de la caja estaban útiles.
Así que cuando empezó la tormenta y todo se volvió
más pardo ante la ausencia total de luz natural, ella encendió dos de las velas
y la claridad, aunque no total, lo invadió todo en la sala.
Comieron en silencio un par de emparedados que
madre e hija habían preparado en la mesita de la cocina. Los cuatro, sin
decirse ni pio, parecían los asistentes a una reunión donde se tratara el
entierro de alguien o hubieran regresado a la época donde la electricidad
brillaba por su ausencia. De vez en cuando un relámpago brillaba entre el
estruendo del agua y un trueno se escuchaba en la lejanía. Aquello parecía una
escena de película ambientada en la edad media.
Al pequeño Lowell las ganas de jugar se le habían pasado
cuando vio que la batería de su aparato de entretenimiento le avisaba que se
conectara a la electricidad. Pero sin electricidad, el juego había terminado.
Era frustrante para él. Su hermana, con otro tipo de personalidad más avispada
todo aquello le parecía una especie de aventura que contaría a Jocelín y demás
compañeras del grado. En su mente ya se imaginaba las palabras que diría: y entonces comenzó a caer la tormenta, y
todos estuvimos allí comiéndonos un sándwich mientras afuera la tormenta no dejaba
de caer.
Así pues, cuando terminaron de comerse cada quien
sus emparedados subieron al segundo piso y la madre conociendo el miedo que le
tenía Lowell a los truenos, obligó a su hermana a darle posada en su habitación
por aquella noche. El niño agradecido trajo de su habitación el edredón y su
madre le ayudó a arrastrar el colchón hasta colocarlo casi parejo con la cama
de su hija. Y cuando ambos niños ya estuvieron ubicados en sus respectivos
lechos la madre le entregó una vela encendida a Fayre diciéndole:
—Tú, eres la encargada de la vela, la apagas cuando
veas que ya se van a dormir. Y te dejo esta otra por si la necesitas luego. Los
fósforos –le tendió una cajita con unos cuantos en su interior— úsalos con
sabiduría.
La niña sonrió y se sintió orgullosa de la
confianza que su madre ponía en ella y miró a Lowell quien no parecía
importarle ceder su puesto de hermano mayor. A él lo que le gustaba era estar
ligado de responsabilidades. Así que mientras su madre y su hermana se ponían
de acuerdo en quien era la dueña de los fósforos él se metió bajo el edredón
dispuesto a dormir hasta el año siguiente si nadie se lo impedía.
Ambos niños se había puesto el pijama y estaban
listos a dormir cuando la madre cruzó la puerta dejándola abierta por cualquier
eventualidad.
El baño era común y se encontraba al final del
pasillo, también estaba con la puerta abierta por si a alguno de ellos le daba
por ir a hacer algún depósito nocturno.
—Está lloviendo muy fuerte –comentó Lowell con la
cabeza apoyada en la almohada, cubierto hasta el pecho con el edredón y sus
ojos puestos en el techo de la casa. Sus palabras apenas eran audibles por la
lucha que mantenían con el ruido de la lluvia sobre el tejado.
—Sí –dijo Fayre, aunque sólo había escuchado fuerte.
Ella también, mirando el techo y con la vela
ondeando su frágil llama amarilla miraba hacia el techo. Era muy temprano para
dormir, pero ¿Qué se podía hacer cuando la electricidad se iba? No venían
preparados para esto, tormenta, y sin electricidad. Por lo menos con la electricidad
podría estar cada quien en su habitación y su hermano estaría jugando en su
PlayStation sin preocuparse de los truenos y relámpagos.
Mientras los niños miraban el techo a las siete de
la noche los padres estaban en su habitación manteniendo una discusión muy
fuerte acerca de lo mal que lo estaban pasando juntos y si era mejor la
separación.
—Tú ya no sientes nada por mí –le decía Adabella a
la luz de una vela muy pálida.
Ambos estaban sentados en el mismo lado de la cama
y mirando hacia la ventana, la vela estaba a sus espaldas, por lo que sus
sombras se reflejaban sobre la pared donde las cortinas estaban corridas. Eran
unas cortinas de color ocre y como habían permanecido demasiado tiempo colgada
allí parecían haber adquirido un color pardo, como si les hubiera caído agua y
nadie se hubiera dignado a moverlas de su sitio.
—¿Por qué dices eso? –preguntó Hugh, aunque ya
sabía la respuesta.
Su mujer nunca había querido platicar abiertamente
con él la situación de Ester, pero sabía que ella lo sabía. Ester Oliva, era
una mujer joven, de 23 años, hermosos contornos y una disposición para todo lo
que le propusieran, no así su esposa. Pero, él estaba convencido de no sentir
nada emocional por su secretaria. Sólo era atracción sexual, nada más. En el fondo
sabía que amaba a Adabella, pero es que eran tan contradictorias las emociones,
tan opuestas. Amaba a Adabella, pero deseaba a Ester. ¿Qué podía hacer? El
divorcio no estaba en su lista de prioridades, ni abandonar a Ester, tampoco.
Adabella no contestó la pregunta de su esposo, en
vez de eso dijo hiriente:
—Hazte el estúpido que te conviene.
—Por favor, Ada…
—¿Por favor qué?
—Sin insultos por favor.
—¿Qué mayor insulto que el que tú me haces
manteniendo relaciones sexuales con otra mujer? Una mujer que entró a trabajar
como tu empleada, no tu puta.
Hugh, se estremeció al escuchar aquello. Claro que
lo sabía todo. Cómo no iba a saberlo si en ningún momento él lo había ocultado.
Quizás si era un estúpido, un estúpido muy estúpido, el padre de los estúpidos.
—¿Crees que no lo sé? –Siguió hiriente Adabella— Lo
sé todo desde hace un año.
Un año, pensó Hugh, justo el tiempo en qué había
comenzado todo. Pero ¿por qué no se lo había dicho antes? Ella siempre le
mencionaba la palabra divorcio, pero jamás los motivos. ¿Qué mejor motivo que
ese? Pero él no quería divorciarse de ella. No, no quería, la amaba. Pero ¿Si
la amas pedazo de estúpido, o señor de los estúpidos, porque la engañas? Porque
siempre quiero algo más. Ese es el problema, yo paso toda la vida metido en el
consultorio y ella ¿Qué hace ella metida en casa todo el día? Los niños, claro
los niños.
—Y he llegado al límite –estalló en lágrimas
Adabella—. Ya no aguanto más esta situación. El divorcio, sólo eso nos podrá
separar del todo… yo, ya no soporto verte.
Y como si un resorte lo hubiera impulsad, Hugh, al
mismo tiempo que un trueno sonaba muy cerca de la casa se puso en pie y con
paso rápido abrió la puerta de la habitación y se perdió en las penumbras.
Adabella lo vio salir entre una gasa de lágrimas. No, no hizo nada por
detenerle. Sólo ocultó el rostro entre las dos manos y continuó su amargo
llanto.
***
Hugh Montalvo había sido hijo único y su niñez,
como sucede siempre con hijos que se crecen en la soledad de un matrimonio, la
había pasado lleno de complacencias y lujos que de haber tenido un hermano
jamás hubiera gozado. Sus padres, no eran ricos, pero jamás le negaron nada. Y
quizás aquel incidente en la escuela, en tercer grado, debió de ponerlos en
alerta al respecto de que el infante podría estar incubando algo dentro de él.
La locura es un estado muy frágil entre la lucidez
y el sonambulismo. Una persona despierta tiene en completo uso todas sus
facultades intelectuales, sociales y mentales, una persona dormida es como un
títere del subconsciente. Hugh padecía de una cólera incontrolable que él sabía
que tenía pues la había logrado dominar hasta el momento inventando formas para
extraerla, o redirigirla como la antena desvía el rayo y lo envía a tierra.
Dichos mecanismos eran ocultos y tenían que ver con objetos. Cuando él sentía
que la ira lo cegaba tomaba un objeto, un libro, un teléfono, una batería y la
deshacía entre sus dedos tratando de que ese objeto absorbiera dicha cólera
furibunda. Desde niño lo había sospechado, pero había encontrado la forma. Y
eso era la importante. Pero durante las noches, cuando dormía temía que su
cuerpo, sin voluntad propia se apoderara de él e hiciera cualquier estupidez.
No, no era sonámbulo, pero sí tenía sueños muy
profundos en los cuales sus manos se cerraban sobre gargantas y oprimían ojos.
Salió de la habitación que ocupaba con Adabella
porque sentía que una furia ciega se estaba subiendo a su cabeza. Era un
calorcito entre agradable y quemante que se establecía en la base de su cabeza,
bajaba hacia el pecho y de allí, como un torbellino subía hasta sus ojos. Lo
enceguecía, esa era la palabra correcta: enceguecer. Y no quería enceguecer
teniendo tan cerca a su esposa. Y no olvidemos a los niños. Los niños.
Así que antes de bajar al primer piso, buscando la
calma para no enloquecer, se sentó en el primer escalón para acostumbrarse a la
oscuridad reinante en todos los rincones de la casa. La tormenta, y su
adormecedor sonido sobre las tejas y la madera, eran sedante y parecía que le
iba arrebatar el conocimiento, pero necesitaba controlarse. Respiró, entonces,
muy hondo, dejando de paso que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad
reinante.
Estuvo unos diez minutos sentado allí tratando de
hacer bajar la marea en su pecho, mientras sus ojos se adaptaban a la
oscuridad. No podía escuchar los sollozos de Adabella, pero sabía que estaba
llorando allá en la habitación. Él, a pesar de ser el causante de esas
lágrimas, no podía hacer nada al respecto. Así que, después de aquellos diez
minutos de reposo, respiraciones profundas y acostumbrarse a la oscuridad, se
puso en pie y comenzó a descender hacia el primer piso. Tal vez allá, sentado
en uno de los muebles de la sala podía controlar esa nube que quería subir
hasta su cabeza y volverlo un completo estúpido.
Bajó los diez escalones agarrándose a la pared,
pero sus ojos ya podían distinguir las formas como para no tropezar. Tendría
que buscar fósforos.
Pensó en el auto que estaba afuera y estaba seguro
que en la parte de atrás del asiento del asiento trasero había una lámpara de
emergencia para cuando había que cambiar la rueda de repuesto. Pero llovía
demasiado y no hubiera ni siquiera llegado a dos pasos del auto cuando ya
estaría más empapado que la sopa.
Buscó la entrada a la sala y luego el sofá que
estaba enfrente de la enorme ventana con rejas de hierro. Un relámpago, le
mostró el lugar exacto y con la imagen de ese lugar se acercó hasta el mueble
donde se dejó caer.
Se sentó dejando que el cuerpo se relajara en su
totalidad.
Durante toda su niñez, Hugh, había sido consentido
por sus padres, un mal que él ya siendo estudiante de medicina había asimilado
como su peor legado. Durante la juventud, una juventud llena de libertinaje y
desenfreno se había manifestado todas sus falencias como ser humano y al conocer
a Adabella, fue como si ella se convirtiera en su ancla de salvación. Se había
aferrado a ella, como deben de aferrarse los náufragos a cualquier pedazo de
tabla u objeto que les brinde posible salvación. En aquella época había estado
a punto de volverse loco. Las drogas, el sexo y unos frenos que sus padres
jamás le pusieron en vez de darle libertad lo habían aprisionado. Presentía que
en su cabeza había alguien más y que en aquellos momentos en los cuales no era
dueño de sus sentidos, ese algo se apoderaba de él.
La tormenta en vez de bajar de intensidad parecía
aumentar y a través de la ventana, la oscuridad parecía pronunciarse un poco
más. Miró su reloj de pulsera: casi las ocho de la noche. A esa hora,
regularmente, estaba sentado en su estudio revisando algún libro o consultando
la cartelera de la televisión para sentarse más tarde junto a Adabella a ver la
mejor película.
¿Por qué se le había ocurrido aquel fin de semana
irse a meter a la casa de campo sabiendo que se habían pronosticado tormentas?
Y si el tiempo hubiera sido otro hubiera emprendido el regreso, pero conociendo
la carretera tan resbaladiza y con la visibilidad nula era un suicidio
arriesgarse a la marcha.
De repente y porque la lluvia era muy sedante se
quedó dormido profundamente con la cabeza apoyada sobre el respaldo, hacia
atrás. Respirando profundamente.
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