La casa de campo, como todos los miembros de la familia denominaba aquella casa que se encontraba
a cinco kilómetros de la ciudad de Tegucigalpa, saliendo por la carretera del
norte, y torciendo a la izquierda en una curva después de tres kilómetros
recorridos y luego se avanzaban otros dos kilómetros hasta llegar a ella por
carretera de tierra, permanecía cerrada la mayor parte del tiempo. Y aunque el
objetivo al adquirirla era no faltar religiosamente a ella todos los viernes
por la tarde y abandonarla los domingos muy entrado el día, sólo al principio
había sido así. En los inicios, quizás durante un par de meses sí fue así,
todos los viernes, la familia entusiasmada corría a tomar sus cosas porque iban
para la casa de campo, pero con el pasar de los días aquello se fue volviendo
esporádico, hasta volverse ya no una costumbre sino una obligación. De ser
visitada cada fin de semana, la casa de campo, pasó a serlo sólo una vez al mes
y luego, como ahora, sólo una vez al año.
La casa de campo, entonces, podría decirse que
estaba abandonada y que sólo de vez en cuando alguien la visitaba. Ese alguien
era la familia, o esporádicos amigos que se la solicitaban prestada y Nicolás
Gutiérrez, el encargado de cuidarla.
Nicolás Gutiérrez era un señor del Ocotal, la
comunidad vecina a El Álamo, que de vez en cuando, últimamente, venía a rondar
la construcción con la misión encomendada de comprobar que nadie se hubiera
metido a robar o a dañar la propiedad. Pero, desde hacía un mes, más o menos,
don Nicolás, y esto no lo sabía la familia Montalvo Márquez, había fallecido. Y
como sucede en los pueblos, y porque aquel trabajo no era un verdadero trabajo
sino una especie de encargo temporal, su familia no se había comunicado con
Hugh para comunicarle el deceso, además no tenían cómo porque, aunque Nicolás
se jactaba de ser el encargado de la
casa de los Montalvo, nunca les había confiado el número de teléfono de la
familia. Así que, durante más de un mes, la casa estuvo totalmente sola. Y una
casa sola, en un lugar solitario siempre es una tentación para los amigos de lo
ajeno.
—¿No sientes el olor? –le preguntó Hugh a su
esposa, quien detrás de él, parecía impacientarse por las ocurrencias de su
esposo.
Ella no respondió nada.
—¿Qué pasa, papi? –preguntó Fayre, detrás de Lowell
que parecía no enterarse de nada con su PlayStation en plena batalla contra los
zombis.
—No sé, cariño. Pero me pareció percibir un olor
extraño. Esperen aquí.
Y diciendo esto, Hugh buscó con la mano derecha el
interruptor de la luz que debía de estar a la izquierda del marco de la puerta.
Lo encontró y lo pulsó. No hubo luz.
—¿!Qué mier..!? –Vociferó Hugh y sintió en su
espalda el nada cariñoso empujón de Adabella –Perdón. Pero la luz no enciende.
—¿Y diciendo palabrotas la vas a encender?
–cuestionó su esposa.
—No, pero…
—Nada. Déjate de cosas y déjanos pasar.
Práctica como son la mayoría de mujeres, Adabella
hizo a un lado a su esposo y entró. Ella no percibió ningún otro olor que no
fuera el del encierro. Colocó las dos maletas que llevaba en la mano sobre el
piso sucio y fue directamente hacia las ventanas. Corrió las cortinas y abrió las
hojas de vidrio dejando que entrara del exterior el aire frío y limpio de los
bosques. Porque la casa de campo estaba rodeada de un pequeño bosque mezcla de
pino, encino y robles antiguos. Y aunque no estaban lejos del pueblo del Álamo,
el cual estaba colina abajo, en una hondonada, podía decirse que estaban algo
retirados.
Hugh se hizo a un lado y dejó pasar también a sus
hijos. Lowell pasó como una exhalación y se fue a sentar a uno de los muebles
de la sala sin mirar a nadie más que a su querido videojuego, mientras que
Fayre, más curiosa que apresurada se acercó a su padre y rodeándole un brazo
con cariño le preguntó de nuevo:
—¿Qué pasa, papi?
—La luz, cariño…
Del olor extraño, entonces, el hombre había pasado
a la falta de electricidad en la casa.
Y si hubiera seguido el rastro del primer indicio,
el del olor, quizás hubiera evitado lo que más adelante sucedió.
Los Montalvo Márquez, entonces, estaban de nuevo en
casa y se pusieron a sacudir, sobretodo la madre, las cosas con demasiado polvo
encima. Que en realidad era muy poco, porque, al estar alejada casa sesenta
metros de la carretera de tierra blanca y estar rodeada de tanta vegetación, la
casa apenas si recibía tales partículas. Los niños subieron con sus maletas a
sus habitaciones y Hugh se fue a investigar el motivo por el cual la luz
eléctrica parecía no funcionar.
Y es que al comprobar que ninguna de las lámparas
de la casa, ni los enchufes funcionaba, estuvo seguro que algo malo sucedía con
los fusibles. Y allá de se fue.
La caja de los fusibles estaba justo en un rincón
de un cuartito, pegado a la cocina que utilizaban como lavandería. Allí una
vieja máquina de lavar que casi nunca se usaba porque jamás pasaban allí
temporadas largas, descansaba como un viejo elefante blanco que hubiera encontrado
su fin en medio de la nada. Hugh llegó una silla de metal hasta aquel rincón de
la sala de limpieza y subiéndose a ella y ayudado por una lámpara, aunque aún
entraba luz por la sucia ventana del fondo, iluminó la caja gris pegada a la
pared. Comprobó que allí todo parecía bien. Todas las palancas (o breakers)
estaban en su lugar justo.
En la salita de lavado, ubicada justo detrás de la
casa, y en la esquina opuesta a donde se encontraba la caja de los fusibles
había una puerta que conducía a la parte trasera de la casa. Hugh fue hacia
allá y después de correr una serie de tres pasadores la abrió.
La parte trasera de la casa, era como todas las
partes traseras de todas las casas, allí todo parecía abandonado. Al salir por
la puerta, Hugh, vio lo de siempre, la acera gris de un metro y medio de ancho,
a su derecha, y casi pegando con la otra esquina de la casa, el cuartito tapado
con láminas de zinc del motor eléctrico de emergencia, los cables del mismo
motorcito que subían por las paredes y enfrente el corte, a ras, que se había
realizado en la tierra para emparejar el lugar y construir. Allí no había más
que eso y el olor a humedad provocado por las continuas lluvias del mes de
septiembre que acababa de terminar. Un poco de verde pegado a la pared en su
parte más baja y algo de lo mismo sobre el pequeño paredón de enfrente.
Hugh levantó la mirada hacia la esquina izquierda
de la casa, allí lo único visible era la ventana de vidrios que casi cubierta
por el alero de asbesto no permitía que entrara el agua cuando llovía. Caminó
un par de pasos hasta alcanzar la esquina esa y buscó con la mirada el poste de
la acometida de la electricidad. Quizás el problema era ese: no había fluido
eléctrico porque alguien, y trató de repasar si había hecho los pagos respectivos,
en su mente. Y allí estaba el problema.
—¡Mierda! –le dijo a nadie en particular.
De inmediato se volvió para cerciorarse de que
Adabella no lo había escuchado. Era un acto reflejo. Ella siempre estaba
diciendo palabrotas, pero parecía no percatarse de ello. Pero cuando otros las
decían ella era la primera en ofenderse.
No, el muy inteligente, se había olvidado de
cancelar la factura anual del pago del servicio eléctrico de la casa de campo.
Pero, dicho recibo, siempre era enviado a su consultorio por Nicolás Gutiérrez.
¿Qué habría sucedido esta vez? Por cierto, a Nicolás Gutiérrez se le pedía que
podara, por lo menos una vez al mes el pasto y limpiara el viejo jardín. Pero
por allí, el pasto crecía casi hasta los tobillos.
—¡Mierda! –volvió a decir.
Cuando un engranaje falla, solía decirles un
profesor en la facultad de medicina, todos los demás lo hacen. Así es el cuerpo
humano, cuando un órgano falla, no les quepa duda: todo fallará.
Con el enojo metido en la cabeza avanzó a grandes
zancadas hacia la orilla del cerco que era donde se encontraba la acometida de
la electricidad. Después de unos veinte metros, que no era mucho si consideraba
que la propiedad por la parte trasera se extendía en forma vertical hacia el
cerro unos ochocientos, llegó hasta la orilla del cerco. Allí, a unos cinco
metros de él estaba la acometida de la electricidad sobre un poste de concreto
cuadrado gris y negro. Dicho poste estaba allí para que el que fuera a leer el
consumo de la casa se asomara por la orilla del cerco sin necesidad de penetrar
en la propiedad. Allí estaba, con la cara opuesta hacia la casa el contador.
Estaba detenido. Y como no si arriba, desde el enorme poste que estaba también
casi rozando la propiedad y que su único cometido era llevar el fluido hasta
allí, estaban dos cables sueltos. Los malditos empleados de la compañía de
electricidad los habían separado de los que alimentaban la casa.
Enojado, pero decidido a solucionar el problema,
Hugh se dio la vuelta y con pasos furiosos desandó el camino hasta la casa.
Pero no lo hizo por la puerta por la cual había salido sino por la puerta
principal por la cual había entrado minutos antes con su familia.
Entró como un tornado y buscó el teléfono celular
el cual había apagado y metido en una de las bolsas de su maleta con la sana
intención de cortar comunicación con el mundo de la ciudad y hasta con sus
pacientes. Adabella estaba, en el fondo de la cocina dándole duro al suelo con
una escoba y apenas si le escuchó entrar.
La batería del celular estaba muerta y por mucho
que lo intentó el aparato de comunicación no encendió.
—¡Mierda! –volvió a decir con una furia que parecía
ir creciendo a medida que descubría que nada de lo que el hombre mal llamaba
tecnología, le iba fallando.
Esta vez, Adabella, lo escuchó y se asomó por la
puerta de la cocina. La mujer lo vio y ya iba a reclamarle el uso del lenguaje
cuando se dio cuenta que su esposo tenía ese gesto que bien le conocía ella en
la cara. Ese gesto era el de la ceja derecha levantada.
La ceja derecha levantada, era un signo que ella
había descubierto de manera muy dolorosa cuando apenas llevaban tres días de
casados y por alguna razón de esas que abundan en los aeropuertos de todo el
mundo, una de las maletas de Hugh se había quedado, no olvidada, sino desechada
por el exceso de peso. El viaje de luna de miel había sido hecho a Las Islas de
la Bahía y hacia esas zonas, por lo menos desde el aeropuerto de Tegucigalpa
sólo viajan aviones muy pequeños, aviones que apenas pueden con dieciséis
pasajeros y los pilotos, y por lo general el peso de los pasajeros y sus
maletas suman demasiado en dichos aviones. Siempre a alguien le tienen que
sacrificar las maletas sin su consentimiento, claro, y le había tocado a él.
Cuando el avión aterrizó en las Islas todo bien, toda alegría, todos besos,
amor a granel, pero cuando habían ido a la zona de maletas y la más grande no
había aparecido, apareció la ceja levantada. Su esposo había despotricado
contra la compañía de aviación, había jurado, con el puño levantado que ya vería
cuando su abogado acabara con ellos. Ya verían la serie de demandas por tanto
abuso. Ya verían. Y mientras el apocalipsis se desataba con aquellas amenazas,
Adabella se preguntaba si no se había casado con un psicópata. Él no se había
vuelto contra ella porque su punto de mira estaba sobre los empleados, peo más
adelante comprendería lo que era ser el foco de atención de su marido y aquella
ceja levantada. Nunca le había llegado a golpear físicamente, pero si
emocionalmente, y todo ocurría cuando aquella ceja se levantaba. En la vida de
ella, como en la de Hugh, había mucha tela que cortar y quizás, esa tela era lo
que los separaba a veces.
Pero ¿Qué le sucedía ahora? ¿Por qué la ceja
levantada? No se atrevió a entrar a la sala. Por lo general aquellos ataques
siempre pasaban rápido. Como en el aeropuerto que cuando le dijeron que su
maleta venía en camino y que estaría allí en un par de horas, y que si les daba
el nombre del hotel donde se alojaría, ellos le harían llegar la maleta de
inmediato, sin ningún costo, ellos lo harían. Él se había bajado del pedestal
de la cólera y con eso su ceja se vino abajo inmediatamente. Aquellos lapsus de
cólera le solían suceder muy de vez en cuando y eran pequeñas cosas los que las
activaban. Quizás había descubierto que no había electricidad por algo y por
eso estaba molesto.
—¡Mierda, mierda, mierda! –volvió a escuchar desde
la cocina Adabella. Y se detuvo un instante.
Hugh estaba al borde de la cólera. ¿Por qué le
sucedían esas cosas a él? ¿Tan malo era? ¿Era tan mala persona? Trató de
calmarse con la terapia que había aprendido desde niño. Respiró hondo, muy
hondo, tratando de que aquel aire le ventilara todo el cuerpo. Y sobre todo que
el oxígeno llegara hasta los vasos sanguíneos de la cabeza. Allí era donde todo
parecía desbordarse, cegarle. De niño, y esto era un capítulo secreto que sólo
sus padres conocían, había sido expulsado de la escuela porque en un ataque de
cólera casi había terminado con la vida de uno de sus compañeros de grado. Todo
había sucedido como sucede en miles de escuelas a nivel mundial, jugando.
Estaba en tercer grado y era el más corpulento de su clase y casi siempre se
hacía lo que él decía, el típico niño torturador, y un día alguien se opuso a
una de sus propuestas. No tuvo más para hacerse de palabras con dicho niño y de
pronto ya estaba encima de él agarrándolo por el cuello y apretando con toda su
furia. Si no es por un maestro del grado vecino que fue advertido por una niña
hubiera logrado su cometido. Cuando lo carearon antes sus padres sólo dijo que
no recordaba nada. Y era cierto. Fue expulsado de la escuela y sus padres
tuvieron que hacer dos cosas: primero buscar una escuela privada especial donde
pudieran controlar esos impulsos y segundo buscarle un especialista en
cuestiones de la conducta.
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