Un relámpago pareció durar un poco más de lo normal
para iluminar a Hugh Montalvo dando el último paso antes de estar
definitivamente en el segundo piso. El metal del hacha destinada a cortar
madera brilló en manos del hombre como un augurio mortal. Adabella Márquez,
sabiendo que había llegado su fin sólo tuvo tiempo para gritar con todas sus
fuerzas:
—¡Nooooooooo!
Aquel grito, surgido de las profundidades de su
cuerpo, pero también de su alma tenían un motivo muy claro: alertar a los niños
que dormían a dos habitaciones de la suya.
Y los niños que se habían despertado al comenzar de
nuevo la torrencial tormenta lo escucharon con mucha claridad y salieron
corriendo de las mantas de inmediato. Y fue Lowell, el mayor, el primero en
ver, gracias a la luz de la vela que aún mantenía en sus manos su madre
horrorizada, la escena. En los ojos del niño, quedarían para siempre grabados
aquellos instantes, pero aún más la mirada vacía de su padre. En aquellos ojos
no había nada, absolutamente nada de lo que había sido Hugh, su querido y
amigable padre Hugh Montalvo.
Fayre, que estaba durmiendo sobre su cama, y que
para llegar a la puerta tenía que pasar sobre el colchón que su madre había
arrastrado desde la habitación de su hermano tardó unos segundos antes de
ponerse al lado de Lowell y ver lo que estaba sucediendo.
La escena no podía ser más aterrorizante: su padre
estaba avanzando a toda velocidad sobre su madre y llevaba un hacha en la mano
derecha y cuando ella llegaba a la puerta esa hacha realizaba un movimiento de
arco y de elevación con la clara intención de cortar.
Dicen que los seres humanos reaccionan de manera
diferente ante el peligro o cualquier acto de la vida que conlleve la perdida
de la vida. Ambos niños se quedaron paralizados ante aquella escena, pero eso
sólo duró unos segundos. Segundos que seguramente les salvaron la vida.
Adabella, sabiendo con antelación, aunque sólo
fuera por unos segundos, que iba a morir decidió proteger a sus hijos y
utilizando el último aliento de su vida gritó:
—¡Corran!
Una simple palabra, en circunstancias especiales
puede significar una simple cosa, aunque por lo genera significa tantas.
Los niños, entre el estruendo de la tormenta,
escucharon aquel grito desgarrador y su mundo, hasta el momento seguro, se
derrumbó de un solo golpe.
Adabella, al saber que el motivo de aquella hacha
era ella, retrocedió hacia su habitación con la mano que cubría la luz de la
vela ahora cubriendo su boca y la otra, con la vela sobre el platito de
porcelana oscilando de un lado al otro debido al temblor. Había mirado de reojo
a sus dos hijos asomarse al marco de la puerta motivados quizás por su primer
grito y decidió que, si alguien iba a morir aquella noche, era ella y no sus
hijos.
Hugh, o lo que ahora era él, cuyo foco de atención
había estado sobre la mujer que tenía la vela en las manos no se había
percatado de la existencia de los niños. Aún no. Pero la noche era larga y la
locura estaba creciendo a pasos agigantados en el interior de aquel cuerpo como
crecen las larvas en los ambientes adecuados.
Levantó el hacha y con fuerza, porque todos los
locos tienen una fuerza descomunal, la dejó caer hacia el objeto que quería
destruir tal como antes sus represiones habían destruido todo tipo de objetos.
La mujer sintió la ráfaga fina del filo del hacha
pasar a unos cinco centímetros de la mano que tenía la vela y la llama de ésta
se torció ante el roce de aquella corriente. El próximo golpe caería sobre ella
y la partiría en dos, sin duda.
Así que decidió meterse en su habitación y que lo
que iba a suceder sucediera. Retrocedió, entonces y entró en el dormitorio. La
oscuridad se la engulló y detrás de ella entró un hombre que ya no era un
hombre porque no tenía plena conciencia de sus actos, ni dominio de sus
acciones.
***
Fayre sólo tenía siete años, un año menos que Lowell, pero siempre había
sido la más madura de los dos y que muchos de sus compañeros de escuela. Sabía
relacionar procesos con una lógica rápida y parecida a las de los niños de once
años y sus decisiones parecían más las de un adulto que las de una niña tan
pequeña. Al ver que su padre llevaba un hacha en las manos y que con ella
intentaba darle a su madre como si se tratara de un árbol su primera reacción
había sido correr hacia ellos y tratar de evitarlo.
Pero, le dijo de inmediato su mente horrorizada, paralizada por el espanto,
que aquello era imposible. Ella apenas le llegaba a su padre un poco más allá
de las caderas y su fuerza, si se había vuelto loco, como parecía, no sería la
misma con la cual, cuando ella era más pequeña la subía sobre sus brazos para
acunarla. Su padre, con un simple manotazo, la mandaría a volar contra el piso,
o contra una pared y no podría hace lo que su madre había gritado con tanta
fuerza: correr.
Las lágrimas se le juntaron en el lugar donde se juntan las lágrimas antes
de derramarse, pero tenía que actuar rápido. Pensar rápido. Hacer algo rápido,
pronto.
Su hermano Lowell ya estaba llorando, por lo que pudo comprobar en el momento
que un relámpago lo iluminó todo y vio las mejillas de su hermano. En aquel
momento, deseó que su hermano fuera aún más grande que ella, por lo menos en lo
mental y supiera que hacer, porque en aquel momento tan raro algo tenían que
hacer. Y cuando sintió, más que ver, como su hermano echaba a correr hacia la
habitación de sus padres ella, de manera casi instintiva estiró ambas manos y
los sujetó con fuerza de la cintura.
—¡Noooo! –Le gritó— ¡Papá está loco! ¡Te va a matar!
Y aunque tuvo que refrenar su propio impulso de ir hacia donde sabía su
madre estaba siendo asesinada, no soltó a su hermano quien con las manos
trataba de soltarse mientras gritaba y decía palabras sin mucho sentido.
Escucharon, aun entre el atronar de la tormenta como del interior de la
habitación de sus padres, que aún estaba abierta, un sonido hueco y duro como
de un metal chocando contra una piedra y luego un quejido muy breve.
La luz de la vela que había mantenido iluminado el cuadro de la puerta se
desvaneció de un solo y las tinieblas lo llenaron todo por fin. La puerta se
cerró con un golpe fuerte y luego otro golpe de aquellos sobre algo parecido a
un hueso hueco se escuchó una, dos, tres, cuatro y hasta cinco veces.
Fayre no quería imaginarse lo que estaba sucediendo allí adentro, pero lo
hizo. Cerró los ojos con fuerza y con impotencia y halando con todo lo que
quedaba en su ánimo lo arrastró hacia las escaleras. Ya habían perdido mucho
tiempo sin seguir la última orden de su madre: correr.
Su hermano se resistía a bajar las gradas y trataba de llegar hacia la
puerta. Aquello iba a ser una lucha difícil si no cambiaba de actitud.
—¡Mami! ¡Mami! –logró entender que se decía su hermano entre un llanto
agudo y que en el mejor de los casos era el más sincero que había escuchado de
labios de él.
Y cuando la luz intermitente y amarilla de un relámpago brilló por entre
las ventanas e iluminó todo el pasillo, sus ojos, los de los dos fueron hacia
la puerta, y bajaron de inmediato al ver el líquido que se deslizaba hacia
ellos. Se trataba de sangre, sin lugar a dudas y eran un charco que se expandía
por el suelo a gran velocidad. Brillaba y a la luz del relámpago pareció salsa
negra demasiado rala para contenerse en un solo sitio. El olor a hierro oxidado
llegó hasta sus fosas nasales y el miedo cerval del que es dueño el cerebro
primitivo del ser humano les heló la columna vertebral y les advirtió el
peligro.
Para poder abrir aquel tipo de puertas había que girar el pomo y ante su
vista azorada dicho pomo comenzó a dar vueltas. Y la hoja de la puerta comenzó
a retroceder con extremada rapidez, según ellos.
Lowell, como si acabara de comprender la magnitud de la situación estuvo a
punto de hacer caer a su hermana en su carrera por las escaleras. Fayre le
siguió sintiendo las piernas como si fueran de gelatina y como si a cada paso
se hundiera en un piso demasiado blando para sus pies.
Bajaron, aunque sentían ambos que casi no avanzaban, a toda velocidad las
gradas, llegaron a la sala y corrieron uno tras otro hacia la puerta de salida.
Pero la huida no resultaba tan fácil, Lowell, quien había llegado primero a la
puerta se colgó, literalmente del pomo y trató de darle vuelta, pero éste no le
hizo caso a la fuerza de aquella mano.
—¡Abre! –le urgió Fayre a sus espaldas.
—¡No abre! ¡No abre! –el pánico en la voz del niño era más que evidente. La
puerta no abriría y su padre, loco, los asesinaría como había asesinado a su
madre allá arriba.
Ambos se volvieron azorados al escuchar un fuerte ruido procedente de las
escaleras. Y Fayre, hizo a un lado a su hermano e intentó girar el pomo. En
efecto aquello estaba cerrado. Miró, angustiada entre la oscuridad hacia todos
lados, buscando una respuesta. ¿Pero qué respuesta podría haber? Su madre que
era quien cerraba las puertas al final del día siempre guardaba las llaves en
algún lugar del cual ella, ni su hermano, nunca habían sentido curiosidad, no,
aún no. Quizás en la pubertad les hubiera interesado saber el lugar donde
guardaba las llaves su madre, pero ahora eso estaba muy lejano, además ya jamás
su madre guardaría llaves en ningún lugar.
Se volvió y miró a su hermano que con la mirada la urgía a abrir esa puerta
para salir, para huir, para correr lejos de allí. No importaba a dónde, ni
cómo, sólo huir. Pero ella no podía abrir aquella puerta.
El cerebro de Fayre, como ya dijimos, funcionaba mucho mejor que el de su
hermano mayor y aún mejor cuando la presión era más fuerte. Decidida, al no
poder abrir la puerta de inmediato tomó de la mano a su hermano y a toda prisa,
con el corazón latiéndole a mil en el pecho, y sintiendo aún las piernas como
mantequilla, lo arrastró hacia otra puerta que ella sabía existía cerca de la
cocina.
Para ir hacia la cocina, por fuerza tenían que pasar, enfrente de las
gradas. Sin poderlo evitar ninguno de los dos, miraron hacia las gradas. Un
relámpago les informó que alguien había comenzado a bajar por allí y su sombra
se les presentó en la parte más alta. Venía bajando despacio y en la mano,
traía, el hacha chorreando un líquido. Todo eso lo captó el breve espacio de la
luz de un relámpago.
—¡Noooo! –gimió Lowell a su lado. Y a Fayre le pareció el quejido de un
cachorro herido.
No había tiempo que perder y volvió a halar con vigor del brazo de su
hermano. Lo arrastró literalmente hacia la cocina.
Como sucede siempre que los ojos se exponen a la oscuridad bastante tiempo,
sus ojos se habían adaptado a las sombras y evitaron los posibles obstáculos
que pudieran existir en su camino. Atravesaron la cocina corriendo, y buscaron,
entre las sombras, la puerta que conducía a la lavandería.
Los nervios, el miedo y la prisa parecen juntarse cuando se tiene una
urgencia y los sentidos se nublan evitando su uso normal. La vista de Fayre
parecía mirar los objetos, pero al mismo tiempo no entendía sus contornos. Miró
la vieja lavadora, su color blanco y enorme era inconfundible, siempre que su
madre la enviaba allí a traer cualquier cantidad de ropa, veía aquel objeto tan
grande y se preguntaba si una persona podría caber en ella. Quizás, esa idea,
se le cruzó en el enmarañado universo de ideas que en ese momento cruzaban por
su cabeza. Pero tenía que actuar rápido a pesar del miedo.
Miró hacia donde debería de haber estado la puerta y no había nada. O al
menos ella no captaba nada. Y fue Lowell quien la llevó de la mano hacia el verdadero
sitio de la puerta. Su mente le había jugado una broma y la puerta no estaba
donde creía sino en sentido opuesto.
Y por alguna razón que no entendió hasta mucho después, la puerta aquella,
estaba abierta. Con el impulso de la brisa que venía acompañando la tormenta se
movía de un lado hacia el otro dejando, cuando estaba abierta, entrar ráfagas
de aire y agua. Si su madre miraba eso, pero ya no podría, se hubiera vuelto
loca. El agua se había escurrido por todo el piso inundando la lavandería.
“La próxima vez va a haber llantos por toda la casa” solía amenazarlos su
madre cuando descubría alguna travesura voluntaria o involuntaria. Pero nunca
llegaban esos llantos. Eran, como decía su amiga Jocelin, truenos sin tormenta.
Y mira como es la vida, ahora había llantos y su madre estaba muerta. Porque de
eso no había duda, aquella sangre y aquellos golpes no eran simples signos de
violencia. La verdad era sencilla: su padre, enloquecido, había matado a su
madre con un hacha y ahora venía por ellos para hacer lo mismo.
—¡Vamos! ¡Vamos! –la urgió su hermano halándola de la mano ahora él a ella.
Y para no caerse brincaron un enorme charco de agua helada que se había
formado justo donde la puerta debería de evitar que entrara a la casa.
El frío de la lluvia y la noche cerrada los recibió de lleno.
Ambos iban descalzos y envueltos en unos simples pijamas infantiles y el
agua, de inmediato los cubrió. La sensación, pensaría luego Fayre, era parecida
a la de dejarse caer en el interior de una piscina expuesta al frío durante la
noche. El corazón de ambos niños latía con una velocidad peligrosamente rápida,
y con el agua saludándoles de aquella manera aumentó un poco más.
Sin pensarlo dos veces, y tomados de la mano echaron a correr hacia donde
les pareció más práctico que resultó hacia el frente donde un pequeño muro
formado por las herramientas que habían construido la casa, se alzaba liso y
bañado de agua de raíces. Los pies descalzos sobre la grama y luego sobre la
tierra lisa y mojada parecían a punto de deslizarse y salir disparados en
cualquier dirección.
Lowell, lloraba, aún y parecía totalmente desamparado bajo la tormenta que
formaba una especie de velo blanco y transparente a la vez sobre ellos. Fayre,
sin llorar aún, pero con el miedo hurgándole la conciencia, sentía que unos
pasos muy cercanos acercaban dos manos y la cogían por la espalda.
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